| Introducción: 
              Demasiados casos, excesiva frecuencia y desmedida impunidad 
             (Fuente: 
              © Rodríguez, 
              P. (2002). Pederastia 
              en la Iglesia católica. Barcelona: © Ediciones 
              B., Introducción, pp.21-28) En este libro, 
              los abusos sexuales a menores, cometidos por el clero o por cualquier 
              otro, son tratados como "delitos", no como "pecados", 
              ya que en todos los ordenamientos jurídicos democráticos 
              del mundo se tipifican como un delito penal las conductas sexuales 
              con menores a las que nos vamos a referir. Y comete también 
              un delito todo aquel que, de forma consciente y activa, encubre 
              u ordena encubrir esos comportamientos deplorables.
 Usar como objeto sexual a un menor, ya sea mediante la violencia, 
              el engaño, la astucia o la seducción, supone, ante 
              todo y por encima de cualquier otra opinión, un delito. Y 
              si bien es cierto que, además, el hecho puede verse como 
              un "pecado" -según el término católico-, 
              jamás puede ser lícito, ni honesto, ni admisible abordarlo 
              sólo como un "pecado" al tiempo que se ignora conscientemente 
              su naturaleza básica de delito, tal como hace la Iglesia 
              católica, tanto desde el ordenamiento jurídico interno 
              que le es propio, como desde la praxis cotidiana de sus prelados.
 La existencia de una cifra enorme de abusos sexuales sobre menores 
              dentro de la Iglesia católica es ya un hecho innegable, que 
              no es puntual, ni esporádico, ni aislado, ni está 
              bajo control, antes al contrario. Tampoco es, ni mucho menos, producto 
              de una campaña emprendida contra la Iglesia por oscuros intereses. 
              Los mayores enemigos de la Iglesia, mejor dicho, del mensaje evangélico 
              que dicen representar, no deben buscarse en el exterior, basta y 
              sobra con los muchos que existen entre su clero más granado. 
              La pérdida de creyentes y de credibilidad tan enorme que 
              está afectando a la Iglesia católica, desde hace algo 
              más de un siglo, no obedece tanto a la secularización 
              de la sociedad como a los gravísimos errores de una institución 
              que ha perdido pie en el mundo real.
 El cardenal James Stafford, miembro de la curia vaticana, cuando 
              en abril de 2002 acudió a Roma para debatir el escándalo 
              de la pedofilia en Estados Unidos junto al Papa y al resto de cardenales 
              norteamericanos, fue claro al afirmar que "la Iglesia pagará 
              muy caros estos errores -según publicó La Reppublica- 
              (...) Ha sido una tragedia, pero tenemos la obligación de 
              reaccionar y de ayudar por todos los medios a las víctimas".
 Sin embargo, la reacción que llevó a la Iglesia católica 
              norteamericana a plantearse en serio un problema que ella misma 
              ya se había diagnosticado como grave más de una década 
              antes, no fue el interés por ayudar a las víctimas, 
              sino el interés por evitar una bancarrota económica 
              que ya era evidente en buena parte de las diócesis del país 
              y que, de rebote, afectaba a las siempre necesitadas arcas vaticanas, 
              que veían peligrar las aportaciones de su principal contribuyente. 
              La alarma, en el Vaticano, se disparó por el dinero pagado 
              en indemnizaciones a las víctimas de los delitos sexuales 
              del clero, pero durante décadas nadie se inmutó ante 
              el grave daño que sabían se le estaba causado a cientos 
              de menores de edad.
 Cuando estalló el escándalo en las portadas de todos 
              los medios de comunicación, la Iglesia norteamericana ya 
              había pagado en secreto unos 1.000 millones de dólares 
              para comprar el silencio de centenares de víctimas de delitos 
              sexuales de sacerdotes de sus diócesis, y todavía 
              quedaban pendientes de resolver varios cientos de procesos judiciales 
              y denuncias por otros tantos delitos sexuales, a los que iban aparejados 
              peticiones de indemnización por un monto global inmenso.
 Una estimación del prestigioso Business Week relacionó 
              rápidamente la tormenta de denuncias de abuso sexual contra 
              sacerdotes, que arreciaba sobre la Iglesia, con las dificultades 
              financieras que estaban atravesando algunas de las diócesis 
              más significativas de Estados Unidos. La rica archidiócesis 
              de Boston, bajo el cardenal Bernard Law, el encubridor de curas 
              pedófilos más pertinaz y notable del país, 
              calculaba terminar el ejercicio del 2002 con un déficit de 
              5 millones de dólares. La de Nueva York, igualmente adicta 
              al encubrimiento, con uno de 20 millones de dólares. En la 
              de Chicago los números rojos serían de 23 millones 
              de dólares. El motivo había que buscarlo en la fuerte 
              caída de las donaciones realizadas por sus fieles. En marzo 
              de 2002, las encuestas indicaban que tres de cada cuatro católicos 
              norteamericanos pensaban que las acusaciones de pedofilia contra 
              sacerdotes eran ciertas y eso se traducía en el recorte más 
              o menos drástico de donaciones.
 Otras encuestas de esos días revelaban que un 72 % de los 
              católicos opinaba que la jerarquía de la Iglesia católica 
              manejaba mal el problema de la pedofilia, y un 74 % consideraba 
              que el Vaticano "sólo piensa en defender su imagen y 
              no resolver el problema". La clave del escándalo había 
              sido un asunto de imagen; los prelados de la Iglesia católica, 
              en todo el mundo, tienen orden de encubrir los delitos sexuales 
              del clero para proteger la imagen de honestidad de la institución. 
              En Estados Unidos se les estaba derrumbando parte del muro de contención 
              que ocultaba cientos de delitos sexuales del clero... en otras partes 
              del mundo, como se verá en este libro, comenzaba a suceder 
              lo mismo, aunque a menor escala.
 A fectos al aparentar sin cambiar, algunos prelados, como el de 
              la archidiócesis de Los Ángeles, al más puro 
              estilo californiano, llegaron a contratar a la conocida y elitista 
              firma de relaciones públicas Sitrick, radicada en Hollywood 
              y especializada en variar la opinión pública cuando 
              ésta perjudica a alguno de sus clientes. El objetivo, claro 
              está, fue el de tratar de paliar la mala imagen que la Iglesia 
              norteamericana en general había adquirido por su inadmisible 
              actuación al encubrir a su clero delincuente durante décadas 
              (1).
 Sin embargo, cuando la Iglesia se siente criticada, en lugar de 
              afrontar los reproches y cambiar lo que esté mal, se encierra 
              siempre bajo una coraza de victimismo hacia sí misma y agresividad 
              para con el resto del mundo. Es la típica mentalidad conspiranoica 
              que predomina en el pensamiento y discurso de la mayoría 
              de los prelados de la Iglesia y que, por ejemplo, Manuel Camilo 
              Vial, obispo de Temuco y secretario general de la Conferencia Episcopal 
              chilena, expuso con claridad al afirmar que "creemos que esto 
              [informaciones periodísticas sobre los delitos sexuales contra 
              menores del clero católico] lo han magnificado demasiado 
              los medios de comunicación social -afirmó el obispo-, 
              creemos que hay también poderes económicos y políticos 
              detrás, no de Chile, sino que internacionales, que están 
              en una campaña de desprestigiar a la Iglesia, de alejarla 
              de esa situación privilegiada de ser la institución 
              más confiable"(2).
 Pero a la percepción paranoide de todo el mundo que no les 
              aclame, muchos prelados añaden una visión patética 
              y absurda del origen de problemas que se empeñan en ignorar 
              y silenciar. Así, un alto cargo vaticano, el también 
              chileno cardenal Jorge Medina, prefecto de la Congregación 
              para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, tras referirse 
              a los procesos penales por pederastia que enfrentan sacerdotes de 
              Estados Unidos, Polonia, Francia, Brasil y Chile como "esas 
              cosas ingratas que han sucedido en el seno de la Iglesia", 
              mostró tener muy clara la causa de todos los males. Cuando 
              el periodista Laureano Checa le preguntó: "¿Es 
              la admisión de que existen estos elementos en la Iglesia 
              un primer paso para erradicarlos?" El prelado no dudó 
              en su respuesta: "Erradicar es una palabra muy fuerte. Habría 
              que erradicar al demonio y el demonio..."(3).
 Rápido y audaz, el reportero interrumpió a su eminencia 
              con un sorprendido "pero ¿no se supone que el demonio 
              no tiene que estar en la Iglesia?". Pero el cardenal Medina 
              sabía con quién se la jugaba: "Es decir... no 
              hay ninguna reja que impida al demonio hacerse presente. El demonio 
              se mete por todas partes. Y también el demonio se puede meter 
              en la Iglesia. A través de muchas cosas se puede meter. Por 
              ejemplo, a través del apetito de poder, del apetito de dinero... 
              a través de estos problemas de moral en el ámbito 
              sexual... La Iglesia no está al margen de la tentación... 
              los hombres de Iglesia, digo."
 A juzgar por cómo está la cúpula de la Iglesia 
              en materia de poder, dinero y sexo uno estaría bien dispuesto 
              a creer, junto a tan experimentado prelado, que el demonio ha hecho 
              una excelente clientela entre el clero y su jerarquía, pero 
              cuando se tiene la desgracia de no poder creer en cuentos de viejas, 
              ni tampoco en el demonio, lo único que explica el patético 
              estado que monseñor Medina atribuye al maligno es, claro 
              está, la ambición y corrupción que siempre 
              le son consustanciales a toda estructura de poder totalitario. Compartimos 
              el diagnóstico, pero no la causa del problema. Si algo parecido 
              al "demonio" anduviese suelto por la Iglesia cabría 
              esperar algo más de maldad, cierto, pero también muchísima 
              menos mediocridad.
 El grave problema de los delitos sexuales contra menores por parte 
              del clero católico no se arregla exorcizando al mítico 
              demonio, sino afrontando los grandes problemas estructurales de 
              la Iglesia actual y, tanto más importante, acabando con una 
              mentalidad eclesial anclada en la Edad Media y que vive de espaldas 
              al Evangelio que dice defender, para construir una mentalidad de 
              Iglesia moderna y democrática, tan temerosa de Dios -si se 
              me permite usar esta trágica expresión- como de los 
              hombres.
 Muy lejos de la cháchara vacua del cardenal chileno Jorge 
              Medina, el sacerdote español Aquilino Bocos, actual superior 
              general de los Misioneros Hijos del Corazón de María 
              (claretianos), en declaraciones al semanario católico Vida 
              Nueva, reconoció que la Iglesia católica ha sido "remisa" 
              a la hora de "condenar, aplicar medidas eficaces e impedir 
              que se puedan repetir" los abusos sexuales de los sacerdotes, 
              y que siguió "una política de silencio y ocultación 
              de los hechos" por el deseo "de mantener limpio el prestigio 
              de las instituciones" y llevada por su "tradicional misericordia 
              hacia los culpables"(4).
 Para este religioso, que goza de un gran prestigio dentro de la 
              Iglesia católica, "nos ha venido muy bien la reacción 
              mediática [publicación de cientos de informaciones 
              sobre los delitos sexuales del clero], aunque a veces pueda parecer 
              exagerada, para limpiar nuestra conciencia colectiva de los hechos 
              que no sólo nos avergüenzan, sino que, en cierta medida, 
              nos implican". Aquilino Bocos, al igual que muchos millones 
              de católicos, no pocos sacerdotes y un puñado de prelados, 
              piensa que ya es hora de que la Iglesia "abandone definitivamente 
              la política del silencio y de la ocultación de los 
              hechos, para reparar cuanto sea reparable y evitar lo que sea evitable 
              en el futuro".
 En ese deseo y esperanza de Aquilino Bocos se inscribe este libro 
              que, sin duda con dureza, pero también con razón, 
              argumentos y datos sólidos, aboga por depurar en la Iglesia, 
              entre su cúpula y en sus códigos y normas, hábitos 
              de corrupción ancestrales que son causa de dolor para muchos.
 A lo largo del libro desfilan decenas de casos de sacerdotes y prelados 
              de todo el mundo, pero lo aterrador no es su número -en el 
              texto no se llega a mencionar ni un 1 % de los nombres que este 
              autor tiene referenciados-, sino la coherencia que denotan sus conductas 
              delictivas y encubridoras. No se trata de generalizar sobre casos 
              particulares, pero al revisar en conjunto las conductas de clérigos 
              de todo el mundo, particularmente de los prelados, que son el objetivo 
              fundamental de este trabajo, queda patente que existe una forma 
              de hacer y de comportarse profundamente perversa, que subsiste, 
              anquilosada, dentro de la mentalidad eclesial más clásica.
 El poeta y dramaturgo alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), 
              dejó escrito que "la maldad no necesita razones, le 
              basta con un pretexto". La Iglesia católica en su conjunto 
              -con su clero y sus creyentes-, escuchando a sus críticos, 
              internos y externos, en lugar de acallarlos y perseguirles, debería 
              trabajar con rigor, y de una vez por todas, para acabar con los 
              muchos pretextos eclesiales que alimentan maldades y pervierten 
              razones.
 
 NOTAS:
  (1) 
              Cfr. La Vanguardia (2002, 2 de junio). "EEUU: ante el escándalo 
              de la pedofilia, la Iglesia católica busca a Hollywood". 
              Barcelona: La Vanguardia.(2) 
              Cfr. Errázuriz, M. J. (2002, 14 de mayo). "Asamblea 
              de la Conferencia Episcopal: Iglesia cree que poderes desean dañarla". 
              Santiago de Chile: El Mercurio.
 (3) 
              Cfr. Checa, L. (2002, 25 de marzo). "Cardenal Jorge Medina: 
              "Iglesia no es inmune al demonio"". Santiago de Chile: 
              El Mercurio.
 (4) 
              Cfr. Vidal, J. M. (2002, 24 de julio). "Los claretianos denuncian 
              el silencio oficial ante la pederastia". Madrid: El Mundo.
 
 
  
               
                 Ir 
                  a la ficha de este libro 
  Ir 
                  al índice de este libro 
  Ir 
                  al menú de la sección temática 
  Ir 
                  al prólogo de este libro (Padre Alberto Atihé) 
  Ir 
                  a críticas Prensa 
 
  Ir 
                  a compra on-line (servicio actualmente desactivado desde este 
                  web)
   
  |