Pepe Rodríguez

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De cómo la Iglesia católica malinterpretó de forma interesada el Nuevo Testamento para poder imponer su voluntad absoluta sobre el pueblo y el clero

 

 

(Fuente: Rodríguez, P. (1995). La vida sexual del clero. Barcelona: Ediciones B., capítulo 3, pp. 53-64)

 

La hermenéutica bíblica actual garantiza absolutamente la tesis de que Jesús no instituyó prácticamente nada, y menos aún ningún modelo determinado de Iglesia. Antes al contrario, los textos del Nuevo Testamento ofrecen diversidad de posibilidades a la hora de estructurar una comunidad eclesial y sus ministerios sacramentales[i]

Según los Evangelios, Jesús sólo citó la palabra "iglesia" en dos ocasiones, y en ambas se refería a la comunidad de creyentes, jamás a una institución actual o futura. Pero la Iglesia Católica se empeña en mantener la falacia de poner a Cristo como instaurador de su institución y de preceptos que no son sino necesidades jurídicas y económicas de una determinada estructura social, conformada a golpes de decreto con el paso de los siglos.

Así, por ejemplo, instituciones organizativas como el episcopado, presbiteriado y diaconado, que empiezan a formarse hacia finales del siglo II, fueron defendidas por la Iglesia como dadas "por institución divina" (fundadas por Cristo)[ii], hasta que en el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, se cambió hábilmente su origen y pasaron a ser "por disposición divina" (por arreglo, por evolución progresiva inspirada por Dios). Y, finalmente, a partir del Concilio Vaticano II (documentos Gaudium et Espes, y Lumen Gentium), en la segunda mitad del siglo XX, la estructura jerárquica de la Iglesia ya no tiene sus raíces en lo divino sino que procede "desde antiguo" (es una mera cuestión estructural que devino costumbre).

Son muchas las interpretaciones erróneas de los Evangelios que la Iglesia Católica ha realizado y sostenido vehementemente a lo largo de toda su historia. Errores que, en general, deben atribuirse antes a la malicia y al cinismo que no a la ignorancia —nada despreciable, por otra parte—, ya que, no por casualidad, todos ellos les han resultado inmensamente beneficiosos a la Iglesia en su afán por acumular dinero y poder. Pero en este capítulo vamos a ocuparnos sólo de dos mistificaciones básicas: la que atañe al concepto de la figura del sacerdote, y la que transformó el celibato en una ley obligatoria para el clero.

Los fieles católicos llevan siglos creyendo a pies juntillas la doctrina oficial de la Iglesia que presenta al sacerdote como a un hombre diferente a los demás —y mejor que los laicos—, "especialmente elegido por Dios" a través de su vocación, investido personal y permanentemente de sacro y exclusivo poder para oficiar los ritos y sacramentos, y llamado a ser el único mediador posible entre el ser humano y Cristo. Pero esta doctrina, tal como sostienen muchos teólogos, entre ellos José Antonio Carmona[iii], ni es de fe, ni tiene sus orígenes más allá del siglo XIII o finales del XII.

La Epístola a los Hebreos (atribuida tradicionalmente a San Pablo) es el único libro del Nuevo Testamento donde se aplica a Cristo el concepto de sacerdote —hiereus[iv]—, pero se emplea para significar que el modelo de sacerdocio levítico ya no tiene sentido desde entonces. "Tú [Cristo] eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" —se dice en Heb 5,6—, no según el orden de Aarón.

Otros versículos —Heb 5,9-10 y 7,22-25— dejan también sentado que Jesús vino a abolir el sacerdocio levítico, que era tribal —y de casta (personal sacro), dedicado al servicio del templo (lugar sacro), para ofrecer sacrificios durante las fiestas religiosas (tiempo sacro)—, para establecer una fraternidad universal que rompa la línea de poder que separaba lo sacro de lo profano[v]. Y en textos como el ApocalipsisAp 1,6; 5,10; 20,6—, o la I Epístola de San PedroIPe 2,5— el concepto de hiereus/sacerdote ya se aplica a todos los bautizados, a cada uno de los miembros de la comunidad de creyentes en Cristo, y no a los ministros sacros de un culto.

La concepción que la primitiva Iglesia cristiana tenía de sí misma —ser "una comunidad de Jesús"— fue ampliamente ratificada durante los siglos siguientes. Así, en el Concilio de Calcedonia (451), su canon 6 era taxativo al estipular que "nadie puede ser ordenado de manera absoluta —apolelymenos— ni sacerdote, ni diácono (...) si no se le ha asignado claramente una comunidad local". Eso significa que cada comunidad cristiana elegía a uno de sus miembros para ejercer como pastor y sólo entonces podía ser ratificado oficialmente mediante la ordenación e imposición de manos; lo contrario, que un sacerdote les viniese impuesto desde el poder institucional como mediador sacro, es absolutamente herético[vi] (sello que, estricto sensu, debe ser aplicado hoy a las fábricas de curas que son los seminarios).

En los primeros siglos del cristianismo, la eucaristía, eje litúrgico central de esta fe, podía ser presidida por cualquier varón —y también por mujeres— pero, progresivamente, a partir del siglo V, la costumbre fue cediendo la presidencia de la misa a un ministro profesional, de modo que el ministerio sacerdotal empezó a crecer sobre la estructura socio-administrativa que se llama a sí misma sucesora de los apóstoles —pero que no se basa en la apostolicidad evangélica, y mucho menos en la que propone el texto joánico— en lugar de hacerlo a partir de la eucaristía (sacramento religioso). Y de aquellos polvos vienen los actuales lodos.

En el Concilio III de Letrán (1179) —que también puso los cimientos de la Inquisición— el Papa Alejandro III forzó una interpretación restringida del canon de Calcedonia y cambió el original titulus ecclesiae —nadie puede ser ordenado si no es para una iglesia concreta que así lo demande previamente— por el beneficium —nadie puede ser ordenado sin un beneficio (salario de la propia Iglesia) que garantice su sustento—. Con este paso, la Iglesia traicionaba absolutamente el Evangelio y, al priorizar los criterios económicos y jurídicos sobre los teológicos, daba el paso para asegurarse la exclusividad en el nombramiento, formación y control del clero.

Poco después, en el Concilio IV de Letrán (1215), el Papa Inocencio III cerró el círculo al decretar que la eucaristía ya no podía ser celebrada por nadie que no fuese "un sacerdote válida y lícitamente ordenado". Habían nacido los exclusivistas de lo sacro, y eso incidió muy negativamente en la mentalidad eclesial futura que, entre otros despropósitos, cosificó la eucaristía —despojándola de su verdadero sentido simbólico y comunitario— y añadió al sacerdocio una enfermiza —aunque muy útil para el control social— potestad sacro-mágica, que sirvió para enquistar hasta hoy su dominio sobre las masas de creyentes inmaduros y/o incultos.

El famoso Concilio de Trento (1545-1563), profundamente fundamentalista —y por eso tan querido para el Papa Wojtyla y sus ideólogos más significados, léase Ratzinger y el Opus Dei—, en su sección 23, refrendó definitivamente esta mistificación, y la llamada escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en el siglo XVII, acabó de crear el concepto de casta del clero actual: sujetos sacros en exclusividad y forzados a vivir segregados del mundo laico.

Este movimiento doctrinal, pretendiendo luchar contra los vicios del clero de su época, desarrolló un tipo de vida sacerdotal similar a la monacal (hábitos, horas canónicas, normas de vida estrictas, tonsura, segregación, etc.), e hizo que el celibato pasase a ser considerado como de derecho divino y, por tanto, obligatorio, dando la definitiva vuelta de tuerca al edicto del Concilio III de Letrán, que lo había considerado una simple medida disciplinar (paso ya muy importante de por sí porque rompía con la tradición dominante en la Iglesia del primer milenio, que tenía al celibato como una opción puramente personal).

El Papa Paulo VI, en el Concilio Vaticano II, quiso remediar el abuso histórico de la apropiación indebida y exclusiva del sacerdocio por parte del clero, cuando, en la encíclica Lumen Gentium, estableció que "todos los bautizados, por la regeneración y unción del Espíritu Santo, son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (...) El sacerdocio común de los creyentes y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieren en esencia y no sólo en grado, sin embargo se ordenan el uno al otro, pues uno y otro participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo."

En síntesis —aunque sea entrar en una clave teológica muy sutil, pero fundamental para todo católico que quiera saber de verdad que posición ocupa dentro de esta Iglesia autoritaria—, el sacerdocio común (propio de cada bautizado) pertenece a la koinonía o comunión de los fieles, siendo por ello una realidad sustancial, esencial, de la Iglesia de Cristo; mientras que el sacerdocio ministerial, como tal ministerio, pertenece a la diakonía o servicio de la comunidad, no a la esencia de la misma. En este sentido, el Vaticano II restableció la esencia de que el sacerdocio común, consustancial a cada bautizado, es el fin, mientras que el sacerdocio ministerial es un medio para el común. El dominio autoritario del sacerdocio ministerial durante el último milenio, tal como le queda claro a cualquier analista, ha sido la base de la tiránica deformación dogmática y estructural de la Iglesia, de la pérdida del sentido eclesial tanto entre el clero como entre los creyentes, y de los intolerables abusos que la institución católica ha ejercido sobre el conjunto de la sociedad en general y sobre el propio clero en particular. Pero, como es evidente, el pontificado de Wojtyla y sus adláteres ha luchado a muerte para ocultar de nuevo este planteo y ha reinstaurado las falacias trentinas que mantienen todo el poder bajo las sotanas.

Vista la falta de legitimación que tiene el concepto y las funciones (exclusivas) del sacerdocio dominante hasta hoy dentro de la Iglesia Católica, repasaremos también brevemente la absoluta falta de justificación evangélica que tiene la ley canónica del celibato obligatorio.

En el Concilio Vaticano II, Paulo VI —que no se atrevió a replantear la cuestión del celibato tal como solicitaron muchos miembros del sínodo— asumió la doctrina tradicional de la Iglesia al dejar sentado —en PO (16)— que "exhorta también este sagrado Concilio a todos los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad a ejemplo de Cristo[vii], a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y perseverando fielmente en este estado, reconozcan este preclaro don, que les ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el Señor (Mt 19,11), y tengan también ante los ojos los grandes misterios que en él se significan y cumplen."

A primera vista, en la propia redacción de este texto reside su refutación. Si el celibato es un estado, tal como se afirma, eso es una situación o condición legal en la que se encuentra un sujeto, lo será igualmente el matrimonio y, ambos, en cuanto a estados, pueden y deben ser optados libremente por cada individuo, sin imposiciones ni injerencias externas.

En segundo lugar, el celibato no puede ser un don o carisma, tal como se dice, ya que, desde el punto de vista teológico, un carisma es dado siempre no para el provecho de quien lo recibe sino para el de la comunidad a la que éste pertenece. Así, los dones bíblicos de curación o de profecía, por ejemplo, eran para curar o para guiar a los otros, pero no eran aplicables por el beneficiario a sí mismo. 

Si el celibato fuese un don o carisma, lo sería para ser dado en beneficio de toda la comunidad de creyentes y no sólo de unos cuantos privilegiados, y es ya bien sabido que resulta una falacia argumentar que el célibe tiene mayor disponibilidad para ayudar a los demás. El matrimonio, en cambio, sí que es dado para contribuir al mutuo beneficio de la comunidad. 

En todo caso, finalmente, en ninguna de las listas de carismas que transmite el Nuevo Testamento —Rom 12,6-7; 1Cor 12,8-10 o Ef 4,7-11— se cita al celibato como a tal; luego no es ningún don o carisma por mucho que la Iglesia así lo pretenda.

La pretendida exaltación del celibato por el Señor, citada en los versículos 19,10 del Evangelio de San Mateo, se debe, con toda probabilidad, a una exégesis errónea de los mismos originada en una traducción incorrecta del texto griego (primera versión que se tiene de su original hebreo), cometida al hacer su versión latina (Vulgata).

Según Mt 19,10 Jesús está respondiendo a unos fariseos que le han preguntado sobre el divorcio, y él afirma la indisolubilidad del matrimonio (como meta a conseguir, como la perfección a la que debe tenderse, no como mera ley a imponer), a lo que los fariseos le oponen la Ley de Moisés que permite el divorcio y él responde[viii]:

Por lo incorregibles que sois, por eso os consintió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no era así. Ahora os digo yo que si uno repudia a su mujer (no hablo de unión ilegal) y se casa con otra, comete adulterio. Los discípulos le replicaron: Si tal es la situación del hombre con la mujer no trae cuenta casarse. Pero él les dijo: No todos pueden con eso que habéis dicho, sólo los que han recibido el don [ou pántes joroúsin ton lógon toúton, all'hois dédotai]. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el reino de Dios. El que pueda con eso que lo haga.

En este texto, que aporta matices fundamentales que no aparecen en la clásica Vulgata, cuando Jesús afirma que "no todos pueden con eso" y "el que pueda con eso que lo haga", se está refiriendo al matrimonio y no al celibato, tal como ha sostenido hasta el presente la Iglesia. Las palabras ton lógon toúton se refieren, en griego, a lo que antecede (la dureza del matrimonio indisoluble, que hace expresar a los discípulos que no trae cuenta casarse), no a lo que viene después. Lo que se afirma como un don es el matrimonio, no el celibato y, por tanto, en contra de la creencia eclesial más habitual, no exalta a éste por encima de aquél, sino al contrario[ix].

La famosa frase "hay quienes se hacen eunucos por el reino de Dios", tomada por la Iglesia como la prueba de la recomendación o consejo evangélico del celibato, nunca puede ser tal por dos motivos: el tiempo verbal de un consejo de esta naturaleza, y dado en ese contexto social, siempre debe ser el futuro, no el pasado o presente, y el texto griego está escrito en tiempo pasado; y, finalmente, dado que toda la frase referida a los eunucos está en el mismo contexto y tono verbal, también debería tomarse como "consejo evangélico" la castración forzada ("a otros los hicieron los hombres"), cosa que, evidentemente, sería una estupidez.

Resulta obvio, por tanto, que no hay la menor base evangélica para imponer el celibato obligatorio al clero. Las primeras normativas que afectan a la sexualidad —y subsidiariamente al matrimonio/celibato de los clérigos— se producen cuando la Iglesia, de la mano del emperador Constantino, empieza a organizarse como un poder sociopolítico terrenal. Cuantos más siglos iban pasando, y más se manipulaban los Evangelios originales, más fuerza fue cobrando la cuestión del celibato obligatorio, clave, como veremos, para dominar fácilmente a la masa clerical. 

Hasta el Concilio de Nicea (325) no hubo decreto legal alguno en materia de celibato. En el canon 3 se estipuló que "el Concilio prohíbe, con toda la severidad, a los obispos, sacerdotes y diáconos, o sea a todos los miembros del clero, el tener consigo a una persona del otro sexo, a excepción de madre, hermana o tía, o bien de mujeres de las que no se pueda tener ninguna sospecha"; pero en este mismo concilio no se prohibió que los sacerdotes que ya estaban casados continuasen llevando una vida sexual normal.

Decretos similares se fueron sumando a lo largo de los siglos —sin lograr que una buena parte del clero dejase de tener concubinas— hasta llegar a la ola represora de los concilios lateranenses del siglo XII, destinados a estructurar y fortalecer definitivamente el poder temporal de la Iglesia. En el Concilio I de Letrán (1123), el Papa Calixto II condenó de nuevo la vida en pareja de los sacerdotes y avaló el primer decreto explícito obligando al celibato. Poco después, el Papa Inocencio II, en los canones 6 y 7 del Concilio II de Letrán (1139), incidía en la misma línea —lo mismo que su sucesor Alejandro III en el Concilio III de Letrán (1179)— y dejaba perfilada ya definitivamente la norma disciplinaria que daría lugar a la actual ley canónica del celibato obligatorio... que la mayoría de clérigos, en realidad, siguió sin cumplir.

Tan habitual era que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo cada vez que trasgredian la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener relaciones sexuales de algún tipo.

A este estado de cosas intentó poner coto el tumultuoso Concilio de Basilea (1431-1435), que decretó la pérdida de los ingresos eclesiásticos a quienes no abandonasen a sus concubinas después de haber recibido una advertencia previa y de haber sufrido una retirada momentánea de los beneficios.

Con la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), el Papa Paulo III —protagonista de una vida disoluta, favorecedor del nepotismo dentro de su pontificado, y padre de varios hijos naturales— implantó definitivamente los edictos disciplinarios de Letrán y, además, prohibió explícitamente que la Iglesia pudiese ordenar a varones casados[x].

En fin, anécdotas al margen, de la época de los concilios de Letrán hasta hoy, nada sustancial ha cambiado acerca de una ley tan injusta y falta de fundamento evangélico —y por ello calificable de herética— como lo es la que decreta el celibato obligatorio para el clero.

El Papa Paulo VI, en su encíclica Sacerdotalis Coelibatus (1967), no dejó lugar a dudas cuando sentó doctrina con este tenor: "El sacerdocio cristiano, que es nuevo, no se comprende sino a la luz de la novedad de Cristo, pontífice supremo y pastor eterno, que instituyó el sacerdocio ministerial como participación real de su único sacerdocio" (n. 19). "El celibato es también una manifestación de amor a la Iglesia" (n. 26). "Desarrolla la capacidad para escuchar la palabra de Dios y dispone a la oración. Prepara al hombre para celebrar el misterio de la eucaristía" (n. 29). "Da plenitud a la vida" (n. 30). "Es fuente de fecundidad apostólica" (n. 31-32).

Con lo expuesto hasta aquí, y lo que veremos en el resto de este libro, demostraremos sin lugar a dudas que todas estas manifestaciones de Paulo VI, en su famosa encíclica, no se ajustan para nada a la realidad en que vive la inmensa mayoría del clero católico.

Como sacerdote —explica el teólogo y cura casado Josep Camps[xi]—, tuve que vivir muy de cerca —en algunos casos teniéndolas prácticamente en mis manos— terribles crisis personales de bastantes compañeros y amigos. Uno de ellos, un profesor prestigioso de una orden religiosa muy destacada, me confesó que estuvo diez años angustiado antes de decidirse a confesarse ¡a sí mismo! que deseaba abandonar el celibato. En el curso de unos tres años celebré las bodas de siete sacerdotes amigos, hasta llegar al punto de sentirme el casacuras oficial. Y rechacé en varias ocasiones proposiciones para casar bajo mano y sin dispensa a algún sacerdote que deseaba legalizar su situación y dejar el ministerio.

Simultáneamente, un cierto acercamiento e interés por temas de psicología y psiquiatría me alertó y empezó a preocuparme. No me pesaba demasiado un celibato vivido y querido —aunque no fuese nada fácil mantenerlo— por una decisión libre y constantemente renovada, pero comencé a cuestionarme sobre su imposición administrativa a una sola categoría de cristianos... porque es sabido que los sacerdotes de ritos orientales católicos pueden casarse, y lo mismo cabe decir de los ministros de la Iglesias surgidas de la Reforma protestante.

En pleno fragor de lo que la Iglesia llama "deserciones" de sacerdotes —con fines, entre otros, matrimoniales—, apareció, en 1967, la encíclica de Paulo VI Sacerdotalis Coelibatus. Había llegado, para mí, el momento de aclarar todo este asunto del celibato.

El texto de la encíclica es un bello panegírico, sabio y profundo, de la virginidad consagrada a Dios, que forma parte de los llamados tradicionalmente "consejos evangélicos" (por más que apenas se encuentre rastro de ellos en los evangelios). Sólo que al llegar al punto, para mí clave, de las razones por las que se exige el celibato a los sacerdotes seculares, la encíclica pierde piso y se hunde estrepitosamente: no hay verdaderas razones, sólo la "secular tradición de la Iglesia latina", o sea, nada. La encíclica mató en mí la idea del celibato —¡gracias Paulo VI!—y desistí de él. En teoría, claro, porque no tenía prisas, ni especiales urgencias, ni había aparecido aún la persona con la cual establecer una relación profunda y seria.

La Iglesia Católica, a lo largo de su historia, ha falseado en beneficio propio todo aquello que le ha interesado. Ha impuesto sobre el pueblo un modelo de sacerdote (y de su ministerio) mistificado y cínico, pero le ha sido de gran utilidad para fortalecer su dominio sobre las conciencias y las carteras de las masas. 

Y, del mismo modo, ha impuesto sobre sus trabajadores pesos sacros que no les corresponden y leyes injustas y arbitrarias, como la del celibato obligatorio, que sirven fundamentalmente para crear, mantener y potenciar la sumisión, servilismo y dependencia del clero respecto de la jerarquía. 

El celibato de los pastores debe ser opcional —afirma el sacerdote casado Julio Pérez Pinillos—, ya que el celibato impuesto, además de empobrecer el carácter de "Signo", es uno de los pilares que sostiene la organización piramidal de la Iglesia-aparato y potencia el binomio clérigos-laicos, tan empobrecedor para los primeros como humillante para los segundos[xii].

En este final de siglo, cuando muchísimos teólogos de prestigio se han levantado contra las interpretaciones doctrinales erróneas y las actitudes lesivas que comportan, el Papa Wojtyla ha acallado sus voces con una encíclica tan autoritaria, sectaria y lamentable como la Veritatis Splendor. ¿Esplendor de la verdad? ¿de qué verdad? La mentalidad de Letrán y Trento vuelve a gobernar la Iglesia. Corren malos tiempos para el Evangelio cristiano.


[i]Cfr., por ejemplo, los muy diversos modelos eclesiales de Jerusalén, Antioquía, Corinto, Éfeso, Roma, las comunidades Joánicas, las de las Cartas Pastorales, Tesalónica, Colosas...

[ii]En los tres primeros siglos no son reconocidas como tales. San Jerónimo, por ejemplo, uno de los principales padres de la Iglesia y traductor de la Vulgata (la Biblia en su versión en latín), jamás las aceptó como de institución divina y, a más abundamiento, nunca se dejó ordenar obispo; dado que en los Evangelios sólo se habla de diaconado y presbiteriado, San Jerónimo defendía que ser obispo equivalía a estar fuera de la Iglesia (entendida en su significado auténtico y original de Ecclesia o asamblea de fieles). 

[iii]Cfr. Carmona Brea, J.A. (1994). Los sacramentos: símbolos del encuentro. Barcelona: Ediciones Ángelus, capítulo VII.

[iv]Hiereus es el término que se empleaba en el Antiguo Testamento para denominar a los sacerdotes de la tradición y a los de las culturas no judías; su concepto es inseparable de las nociones de poder y de separación entre lo sagrado y lo profano (valga como ejemplo, para quienes desconozcan la historia antigua, el modelo de los sacerdotes egipcios o de los diferentes pueblos de la Mesopotamia).

[v]"Porque el hombre es el templo vivo (no hay espacio sagrado), para ofrecer el sacrificio de su vida (toda persona es sagrada), en ofrenda constante al Padre (no hay tiempos sagrados)", argumenta el teólogo José Antonio Carmona.

[vi]Y así lo calificaban padres de la Iglesia como San Agustín en sus escritos (cfr. Contra Ep. Parmeniani II,8).

[vii]Resulta una hipótesis extraordinariamente atrevida y gratuita suponer que un hombre, del que no se sabe nada sobre su vida familiar y social real (salvo sus mitos canónicos), fuese célibe en las circunstancias en que se le sitúa: como judío que era y fue —el cristianismo como religión diferenciada del judaísmo fue instituida por el judío fariseo Saulo de Tarso hacia el año 49 de nuestra era, no por el mesías de Nazaret—, Jesús estuvo siempre sometido a la ley judía que instaba a todos los individuos, sin excepción, al matrimonio. En aquellos días y cultura, se hace muy difícil de imaginar que un célibe pudiese alcanzar ninguna credibilidad o prestigio social.

[viii]Elegimos la traducción de la Nueva Biblia Española que, a diferencia de otras versiones de la Biblia "más clásicas", traduce con bastante exactitud y coherencia el primitivo texto griego.

[ix]Esto, lógica e indudablemente debe ser así, puesto que, desde el punto de vista socio-cultural, dado que Jesús era un judío ortodoxo, tal como ya men­cionamos, jamás podía anteponer el celibato al matrimonio: la tradición judía obliga a todos al matrimonio, mientras que desprecia el celibato.

[x]La ordenación sacerdotal de varones casados había sido una práctica normalizada dentro de la Iglesia hasta el Concilio de Trento. Actualmente, debido a la escasez de vocaciones, muchos prelados —especialmente del tercer mundo— defienden de nuevo esta posibilidad y han solicitado repetidamente al Papa Wojtyla que facilite la institución del viri probati (hombre casado que vive con su esposa como hermanos) y su acceso a la ordenación. Pero Wojtyla la ha descartado pública y repetidamente —achacando su petición a una campaña de "propaganda sistemáticamente hostil al celibato" (Sínodo de Roma, octubre de 1990)—, a pesar de que él mismo, en secreto, ha autorizado ordenar varones casados en varios países del tercer mundo. En el mismo Sínodo citado, Aloisio Lorscheider, cardenal de Fortaleza (Brasil), desveló el secreto y aportó datos concretos sobre la ordenación de hombres casados autorizados por Wojtyla. 

[xi]En escrito dirigido a este autor y fechado el 25-10-94.

[xii]Cfr. Tiempo de Hablar (56-57), otoño-invierno de 1993, p. 9.

 
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