| Introducción 
             (Fuente: 
              © Rodríguez, 
              P. (2008). Los pésimos 
              ejemplos de Dios (Según la Biblia). Barcelona: © 
              Temas de Hoy, Introducción, 
              pp.13-24) 
 Introito brevísimo
  
              Vaya por delante que este libro está escrito en coautoría. 
              El 90 % del texto es la palabra de Dios en estado puro, esto es, 
              tal como se recoge en la Biblia, y el resto son simples 
              comentarios de un pobre autor al que el Altísimo sólo 
              dotó de sentido común, pero no de fe.
 Si a algún lector no le gusta su contenido, que dirija sus 
              protestas ante el autor de la Biblia, ya que este escritor no le 
              ha cambiado ni una palabra a lo que los representantes autorizados 
              de Dios certifican que dijo.
 
 Escribir este libro no tendría ningún sentido si la 
              Biblia se considerase una colección de textos inconexos 
              procedentes de antiguas leyendas mesopotámicas y egipcias, 
              y de tradiciones orales de pastores nómadas incultos —en 
              relación al nivel que tenían la mayoría de 
              las sociedades con las que se relacionaron y coexistieron— que, 
              tras muchos siglos de remiendos y añadidos fueron recogidas, 
              ampliadas y reelaboradas por «profetas» y clérigos 
              muy listos al servicio de los intereses políticos, encubiertos 
              bajo reformas religiosas, de reyes ambiciosos como Ezequías 
              (1) o Josías (2). Pero no, tal como veremos más adelante, 
              la Biblia es la palabra de Dios y él es el único inspirador-autor 
              de todo lo que contiene esa colección de libros tan disparejos.
 
 Me perdonará el lector el atrevimiento de confesar, de entrada, 
              que el sentido común con el que Dios me creó y los 
              conocimientos que el Altísimo ha puesto a mi alcance (3) 
              me inclinan a pensar que nada hay de divino en la más humana 
              de las obras. ¿Pero quien soy yo para llevarle la contraria 
              a unos dos mil millones de cristianos que creen a pies juntillas 
              que la Biblia la escribió Dios? Nadie, claro; ya 
              me lo han dicho algunos católicos muy irritados a causa de 
              otros libros míos; textos que aunque no han visto ni leído 
              sí han repudiado preventivamente. ¡Qué cómoda 
              es la fe de esa gente! ¡les evita leer montañas de 
              libros —los míos no son los únicos que rechazan, ni 
              mucho menos— al tiempo que les hace sentirse seguros y orgullosos 
              poseyendo como capital más preciado todo lo que ignoran!
 
 En esta ocasión, sin embargo, no cometeré la torpeza 
              de cuestionar lo fundamental de la Biblia. Si unos dos 
              mil millones de creyentes dicen que es la palabra de Dios, sea pues 
              así. No se hable más. En todo este libro aceptaré 
              sin la menor duda que cada uno de los textos, ejemplos, leyes, actos, 
              conductas... que aparecen en las páginas de la Biblia 
              son la palabra y la voluntad de Dios, la expresión de su 
              carácter y la transmisión de sus enseñanzas 
              más principales a través de los actos que confesó 
              haber realizado directamente y de los que avaló, secundó 
              y bendijo en los protagonistas bíblicos que el Altísimo 
              escogió expresamente para llevar a cabo cada uno de sus planes 
              para el mundo.
 
 Para bien de los lectores, ante la eventualidad de que mi impericia 
              natural para analizar lo sobrenatural —causada por la falta de fe 
              que Dios me dio como cruz personal— me lleve a ver en los relatos 
              bíblicos enseñanzas algo diferentes a las que dicen 
              hallar doctos prelados y pastores de afamado prestigio entre su 
              grey, y que, en consecuencia, acabe por sumirles en el error, en 
              este libro se ha tomado la precaución de suministrar en todo 
              momento la auténtica y genuina palabra de Dios, reproducida 
              siempre en medio de un contexto generoso y literal, a fin de que 
              cada cual pueda juzgar por sí mismo el contenido de los capítulos 
              y de los versículos bíblicos aquí transcritos 
              y, al mismo tiempo, pueda aquilatar la mesura o desmesura de las 
              conclusiones —siempre discutibles— a las que llegó este autor.
 
 Con todo, siempre consuela saber que las llamas del infierno pasaron 
              ya de moda y, por el momento, no son la eternidad que aguarda a 
              quienes no acatan la visión monocolor de la dogmática 
              oficial. Así al menos lo dejó dicho el papa Wojtyla 
              en agosto de 1999, cuando, tras regresar de sus vacaciones, en una 
              audiencia semanal, declaró que «las imágenes 
              utilizadas por la Biblia para presentarnos simbólicamente 
              el infierno, como un horno en llamas o un estanque de fuego donde 
              reina el rechinar de dientes, deben ser interpretadas correctamente. 
              El infierno es la situación de quien se aparta de modo libre 
              y definitivo de Dios». Pero ni este autor ni sus lectores 
              pretendemos hacer tal cosa ¿cómo apartarnos de Dios 
              si en todo este libro no haremos más que leer su palabra 
              directa y eterna dándola por cierta?
 
 Cualquier lector sensato podrá acusarme de insensato por 
              tomar en su literalidad los relatos bíblicos, y le sobrará 
              razón para ello, pero la cuestión no es si este autor 
              ha descendido o no en la escala evolutiva sino el hecho de que, 
              de modo expreso e intencionado, se ha prestado a hacer lo mismo 
              que practican dos mil millones de creyentes, pero sin hacer trampas.
 
 Me parece una indecencia intelectual y moral usar partes de la Biblia 
              —a menudo meros fragmentos de un versículo— para tomarlos 
              por «palabra de Dios» merecedora de adoración, 
              mientras que la inmensa mayoría de los escritos bíblicos, 
              incluso el contexto de las citas elegidas —que frecuentemente contradicen 
              el significado dado a la mismas— se ignoran a sabiendas, o se reducen 
              a letra profana tildándolos de poesía, metáfora, 
              historia, tradición... Claro que la Biblia es todo 
              eso, además de un compendio reelaborado y maquillado de mitos 
              paganos muy diversos y bien conocidos, pero ¿por qué 
              debe tomarse por «palabra de Dios» una parte de un párrafo 
              y despreciar el resto considerándolo como mera paja o decorado? 
              La dogmática católica y cristiana, tal como se verá 
              más adelante, obliga a creer que cada palabra de la Biblia 
              procede de Dios mismo... aunque los exegetas autorizados recortan 
              y retuercen esa «palabra de Dios», que es inmutable 
              —dicen—, por donde les da su santísima gana.
 
 Cuando uno se ha leído la Biblia varias veces y 
              con espíritu analítico, no puede menos que darse cuenta 
              de que es el más contradictorio de los libros, ya que a cada 
              afirmación en un sentido se le puede encontrar otra o varias 
              en sentido contrario ¡y todas realizadas por el mismo Dios, 
              claro está!
 
 Es bien conocido el mandato divino que Dios le dio a Moisés 
              dentro del decálogo y que podemos leer, por ejemplo, en el 
              Deuteronomio: «No matarás» (Dt 5,17) (4).
 
 Pero resulta que el mismo Dios, unos capítulos después, 
              y también bajo forma de ley que recibió Moisés, 
              impuso para su cumplimiento que: «Si un hombre tiene un hijo 
              rebelde y desvergonzado, que no atiende lo que mandan su padre o 
              su madre (...) sus padres lo agarrarán y llevarán 
              ante los jefes de la ciudad, a la puerta donde se juzga (...) Entonces 
              todo el pueblo le tirará piedras hasta que muera» (Dt 
              21,18-21).
 
 Y, sin pretender ser exhaustivos, ese mismo Dios, un poco antes, 
              en Números, le ordenó al mismísimo Moisés: 
              «"Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos 
              de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará 
              de Israel la cólera de Yavé” (...) Yavé le 
              dijo entonces a Moisés. "Ataca a los madianitas y acaba 
              con ellos (...)» (Nm 25,1-17).
 
 ¿No matarás? ¿Palabra de Dios? ¿Cuál 
              es la palabra de Dios? ¿La que prescribió no matar? 
              ¿La que legisló que debía matarse a los hijos 
              desobedientes sólo por serlo? ¿La que ordenó 
              matar brutalmente por empalamiento y exterminar a todo un pueblo? 
              En todos los casos fueron mandatos directos de Dios a Moisés, 
              dados para su cumplimiento inexcusable.
 
 ¿Por qué razón debe hablarse sólo del 
              primer mandato divino y callar sobre los otros? ¿Dónde 
              está escrito que las cientos de miles de muertes que relata 
              la Biblia, y que el propio Dios se adjudicó como 
              obra personal, fueron una especie de broma, o de tradición 
              histórica exagerada, y que lo único que legisló 
              Dios fue el «no matarás»? O Dios dijo todo eso 
              y más, o no dijo nada de nada. Los creyentes piensan que 
              Dios dijo todo lo que aparece en la Biblia. Bien. Pues 
              punto en boca...
 
 Sólo que, si puede tomarse por divina, literal, cierta e 
              imperativa la frase citada, «no matarás» —así 
              como otras muchas con notable fama entre la grey—, la decencia intelectual 
              y moral de la que antes hablaba obliga a tomar también por 
              tales al resto de palabras, frases y mandatos que, según 
              Iglesias y exegetas, se contienen en la Biblia por ser, 
              precisamente, la depositaria de la palabra cierta, fiable e inmutable 
              de Dios.
 
 En el próximo capítulo volveremos sobre este particular. 
              Aunque antes, por si los lectores no lo conocieren, introduciré 
              unos pocos datos muy básicos acerca de la Biblia, 
              sobre su formato y sobre sus muchas y variadas versiones.
 Algunos datos básicos 
              previos sobre la Biblia y sus diferentes versiones
 La palabra Biblia procede del término griego que 
              significa “libros”, un plural que indica que no se trata de un libro 
              sino de una colección de muchos libros, que varían 
              en número, títulos y hasta en versículos en 
              función de ser una Biblia hebrea, católica 
              o protestante.
 
 Del griego biblía, libros, se originó el 
              latino biblia. El nombre deriva del soporte en el que se 
              escribían esos textos, que eran rollos de papiro denominados 
              biblos (por ser importados de la ciudad fenicia de Biblos). 
              La colección de rollos de papiro, o libros, conteniendo los 
              diversos textos que la conforman, fue denominada, en la propia Biblia, 
              como Escritura o Escrituras, aunque en el Nuevo Testamento también 
              fue citada como Santas Escrituras (en Rom 1,2).
 
 El paso de ser considerada una colección de libros, en plural, 
              al de tenerla por un solo libro, tal como se considera hoy a la 
              Biblia, se debió a que teológicamente quiso 
              verse en esos textos tan diversos una sola unidad de proyecto y 
              redacción «que revela una conducción inteligente, 
              que no dejó de operar durante los más de mil años 
              de su redacción». Comúnmente se tiene a Juan 
              Crisóstomo (347-407 d.C.) como el primero que usó 
              el término Escritura en el sentido singular y unitario recién 
              citado.
 
 Las sagradas escrituras del judaísmo actual se dividen en 
              tres partes, Torah o Ley (5 libros), Profetas (21 libros) y Escritos 
              (13 libros) y, obviamente, no incluye la colección del Nuevo 
              Testamento. La forma y composición actual del canon judío 
              se atribuye a Esdras (c. 458 a.C.).
 
 La Biblia católica y ortodoxa —siguiendo la tradición 
              de la Septuaginta, la primera traducción al griego del Antiguo 
              Testamento, realizada en el siglo III a.C.— incluye libros que no 
              figuran en el canon hebreo, tales como Tobías, Judith, Sabiduría, 
              Eclesiástico y I y II Macabeos y añade fragmentos 
              importantes al libro de Daniel, al de Ester y al de Jeremías, 
              son los textos etiquetados como deuterocanónicos. En total, 
              la Biblia católica contiene 73 libros (46 en el 
              Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo Testamento).
 
 La reforma protestante de Lutero (siglo XVI) limitó la Biblia 
              a los libros del canon hebreo, aunque conservaron los añadidos 
              del canon católico en otra categoría, bajo la denominación 
              de apócrifos.
 
 Resulta obvio que los libros de la Biblia no fueron escritos 
              en el actual formato ni en el orden que guardan los textos actualmente. 
              El idioma original de los textos del Antiguo Testamento fue el hebreo, 
              aunque algunas partes de Esdras o Daniel se redactaron en arameo. 
              El Nuevo Testamento se escribió en griego. Lo que queda de 
              los soportes materiales más antiguos es apenas nada (5), 
              y los libros actuales proceden de traducciones, de traducciones, 
              de traducciones...
 
 La actual división de la Biblia en capítulos 
              y versículos no procede tampoco de los textos originales, 
              ya que se debe al inglés Stephen Langton, erudito bíblico 
              y arzobispo de Canterbury, que, hacia el año 1200, unificó, 
              revisó y reformó los sistemas de división más 
              antiguos (la división del Antiguo Testamento en versículos 
              se originó en el siglo VI o VII). La Biblia más 
              antigua conocida que incorpora las divisiones de Langton fue publicada 
              en 1231.
 
 El concepto «testamento» que sirve para denominar las 
              dos divisiones de la Biblia cristiana —Antiguo Testamento 
              y Nuevo Testamento—, deriva del latín testamentum, 
              que fue la traducción adoptada para la palabra griega diutbeke, 
              que en la práctica totalidad de la Septuaginta significa 
              “pacto” (aludiendo al pacto jurídico entre Dios y su pueblo 
              otorgado a Moisés en el desierto). Hacia finales del siglo 
              II, entre los círculos cristianos comenzó a extenderse 
              el uso de una nueva denominación para ambas colecciones de 
              libros: palaia diatheµkeµ (Antiguo Testamento) 
              y kaineµ diatheµkeµ (Nuevo Testamento). 
              Al traducir al latín los textos griegos, autores como Tertuliano 
              dieron a diatheµkeµ el sentido de instrumentum 
              —documento jurídico— y también el de testamentum, 
              que prevaleció a pesar de no ser un término exacto 
              ni correcto.
 
 En el ámbito católico y fundamentalmente en España, 
              la lectura de la Biblia jamás ha sido propiciada 
              desde las autoridades eclesiásticas, antes al contrario. 
              Así, por ejemplo, ya en fecha tan temprana como el año 
              1223, un edicto del rey Jaime de Aragón prohibió leer 
              las Sagradas Escrituras en lengua romance y daba un plazo de ocho 
              días a cualquiera que poseyera alguna traducción —probablemente 
              realizada por albigenses— para que la entregara a su obispo para 
              ser quemada.
 
 Esa prohibición, que afectó al pueblo llano y le sumió 
              en la ignorancia bíblica hasta hace bien poco —una falta 
              de cultura que ha propiciado que, incluso hoy, la inmensa mayoría 
              de los católicos no hayan leído jamás la Biblia 
              directamente—, no impidió traducciones al castellano tan 
              notables —y elitistas— como la que se considera la primera versión 
              castellana conocida de la Biblia completa, la llamada Biblia 
              alfonsina, traducida desde la Vulgata latina y concluida en 1280 
              bajo demanda y protección del rey Alfonso X el Sabio.
 
 Le siguieron otras muchas versiones, entre las que destacamos la 
              llamada Biblia del rabino Salomón, fechada en 1420 
              y que sólo tradujo el Antiguo Testamento. La Biblia 
              del duque de Alba, concluida en 1430, tradujo también el 
              Antiguo Testamento bajo el auspicio del rey Juan II de Castilla. 
              En la ciudad de Ferrara, en 1553, se tradujo al castellano el Antiguo 
              Testamento para uso de los judíos españoles allí 
              desterrados, es la que se conoce como Biblia de Ferrara. 
              La muy notable e importante Biblia del Oso, también 
              conocida posteriormente como de Reina-Valera, fue traducida por 
              Casiodoro de Reina, un monje del convento de san Isidoro del Campo 
              (Sevilla) que se hizo protestante y publicó su versión 
              bíblica en 1569, en Basilea (Suiza). La primera versión 
              castellana completa de la Biblia acometida por un sacerdote 
              católico fue la de Felipe Scío de San Miguel, obispo 
              de Segovia, publicada en 1793, en Valencia, y traducida desde la 
              Vulgata bajo encargo del rey Carlos IV.
 
 Han sido muchas las versiones al castellano que surgieron a partir 
              de la publicación autorizada por la Iglesia católica 
              de la obra de Scío —como la conocida versión que lleva 
              el nombre de Torres Amat, obispo de Barcelona, traducida desde la 
              Vulgata y publicada en 1825—, todas intentan aportar algo nuevo, 
              ya sea un lenguaje o una estructura discursiva más comprensible 
              para el lector moderno, o mejoras en la traducción de ciertos 
              pasajes merced a nuevos conocimientos académicos, pero a 
              pesar de las fuentes originales que casi todas las versiones se 
              arrogan, la comparación de más de una veintena de 
              versiones castellanas sugiere que hay bastante más plagio 
              de las traducciones castellanas clásicas del que los autores 
              modernos están dispuestos a reconocer.
 
 La diferencia más fundamental entre las diversas versiones 
              bíblicas reside, precisamente, en todo aquello que no es 
              Biblia, esto es, en la exégesis, en los comentarios, 
              anotaciones e interpretaciones de los textos.
 
 Esa exégesis, pretendiendo orientar y situar al lector —cosa 
              que muchas veces logra, y es de agradecer—, lo que busca realmente 
              es mantener su capacidad de comprensión cautiva dentro de 
              estrechos márgenes doctrinales, a fin de que determinados 
              versículos no se tomen en su sentido literal y con su valor 
              contextual —que es el único histórico e indiscutible— 
              sino que se perciban y asuman tal como cada tradición religiosa 
              posterior, muy interesadamente, forzó y manipuló para 
              así poder construir y justificar decenas de creencias absolutamente 
              ajenas a la Biblia, pero impuestas como fundamentadas en 
              ella. Esa manipulación grosera de textos bíblicos 
              es particularmente evidente en algunas versiones católicas, 
              entre las que la traducción de Nácar-Colunga alcanza 
              cimas gloriosamente patéticas (6).
 
 En todo caso, dado que no existe “la traducción”, que no 
              hay una versión que sea un referente indiscutible, para escribir 
              este libro se ha trabajado con una amplia variedad de traducciones 
              de la Biblia —en concreto doce, a las que se suman diferentes 
              revisiones de las mismas, además de la Torah, según 
              versión de la Universidad de Jerusalén, y la Septuaginta, 
              en versión de Guillermo Jünemann—, que a menudo debieron 
              compararse entre sí a fin de comprobar y confirmar el sentido 
              de palabras o versículos más o menos abstrusos; y 
              con no menor frecuencia se ha tenido que acudir a obras de referencia 
              como el Strong’s Hebrew and Greek Dictionaires, y a otros diccionarios 
              bíblicos especializados —como los de Barclay; Bruce, Marshall 
              y Millard; Hitchcock; Vine, Unger y White; etc.—, para asegurarse 
              de que la traducción castellana se correspondiese con los 
              conceptos originales usados en los textos hebreos o griegos disponibles, 
              cosa que no siempre sucede debido a los frecuentes maquillajes ideológicos 
              que salpican las versiones bíblicas.
 
 Las versiones bíblicas consultadas para escribir este libro 
              han sido las siguientes:
 — Biblia Latinoamericana. Traducida por Ramón Ricciardi y 
              Bernardo Hurault y publicada en 1972, en Madrid, por las editoriales 
              San Pablo y Verbo Divino. La versión usada aquí es 
              la de 1995. En Latinoamérica se la considera como la mejor 
              Biblia a efectos pastorales, siendo de lectura fácil y amena. 
              Por su calidad, pero también en recuerdo de la injusta persecución 
              fascista que sufrió (7), la hemos tomado como el texto de 
              referencia para este libro.
 
 — Biblia de Jerusalén. Traducida por los dominicos de L’Ecole 
              Biblique de la Ciudad Santa, bajo la dirección de José 
              Ángel Ubieta, y publicada en 1966 como Edición Española 
              de la Biblia de Jerusalén. Es una más que excelente 
              versión aceptada a nivel interdenominacional. La versión 
              usada aquí es la de 1976; en formato digital se ha usado 
              la de 1998, editada por Desclée.
 
 — Nueva Biblia Española. Traducción directa de los 
              idiomas originales realizada por Luis Alonso Schökel y Juan 
              Mateos. Se trata de una versión católica con lenguaje 
              claro y moderno publicada en 1975. La versión usada aquí 
              es de la de 1990, publicada por Ediciones Cristiandad.
 
 — Santa Biblia. Esta traducción, conocida como de Reina-Valera, 
              fue denominada inicialmente Biblia del Oso. Su autor, Casiodoro 
              de Reina, monje del convento sevillano de san Isidoro del Campo, 
              realizó la que fue la primera traducción al castellano 
              de toda la Biblia desde de el hebreo, arameo y griego. 
              Se editó en Basilea en 1569. La primera de sus muchas revisiones 
              la hizo su compañero Cipriano de Valera y se publicó 
              en Ámsterdam en 1602. Las versiones que hemos usado aquí 
              son, en papel, la de 1960 y 1995, publicadas, respectivamente, por 
              Sociedades Bíblicas en América Latina y Sociedades 
              Bíblicas Unidas, y en formato digital las versiones de 1865, 
              1960, 1989, 1995 y 2000.
 
 — Sagrada Biblia. Traducción hecha por Eloíno Nácar 
              y Alberto Colunga, publicada en Madrid, en 1944, por la Biblioteca 
              de Autores Cristianos. Fue la primera versión católica 
              de la Biblia tomada directamente de las lenguas originales, 
              aunque siguieron en buena medida la traducción y sintaxis 
              de la versión de Reina-Valera. La versión usada aquí 
              es la de 1979, publicada por Edica.
 
 — Biblia de las Américas. Revisión de la versión 
              Reina-Valera publicada en 1986 por The Lockman Foundation; tiene 
              dos revisiones posteriores, 1995 y 1997, y una versión en 
              español latinoamericano denominada Nueva Biblia de los Hispanos, 
              publicada en 2005. Aquí hemos usado las últimas revisiones 
              de ambas versiones.
 
 — Santa Biblia Nueva Versión Internacional. Traducción 
              directa de las lenguas originales realizada por un amplio equipo 
              de expertos hispanohablantes bajo la dirección editorial 
              de Luciano Jaramillo, y publicada por la International Bible Society 
              en 1973. La versión usada aquí es la de 1984.
 
 — Dios habla Hoy. Versión popular e interconfesional publicada 
              por Sociedades Bíblicas Unidas en 1979, fue traducida, desde 
              los idiomas originales, por un amplio equipo, en el que participaron 
              expertos protestantes y católicos, coordinado por Eugenio 
              A. Nida.
 
 — Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. Traducción realizada 
              por la Watchtower Bible and Tract Society (Testigos de Jehová) 
              en 1961. La versión usada aquí es la de 1967.
 
 — Sagrada Biblia. Traducción de Félix Torres Amat 
              publicada en Madrid, en 1825, bajo la autoría de Torres Amat, 
              obispo de Barcelona, aunque en realidad fue hecha por el jesuita 
              Miguel Petisco, que se basó en la Vulgata latina de san Jerónimo 
              (siglo IV). La versión usada aquí es la de 1928, publica 
              por Apostolado de la Prensa.
 
 — King James Version of the Bible. Esta versión fue publicada 
              en 1611 y fue la principal Biblia de los protestantes de 
              habla inglesa hasta el siglo XIX. Aquí hemos usado la versión 
              digitalizada en 1992 por David Turner, del Illinois Benedictine 
              College, para la biblioteca virtual Project Gutenberg.
 
 En cualquier caso, cada lector puede usar y revisar la versión 
              o versiones de la Biblia que crea más conveniente, ya que, 
              en lo fundamental de cada relato, y en lo que atañe a los 
              textos bíblicos citados en este trabajo, no hay diferencias 
              insalvables entre unas traducciones y otras.
 
 ******************** Notas:
 
 (1) Ezequías subió al trono de Judá hacia el 
              año 715 a.C. y reinó unos 29 años. Para recuperar 
              la autonomía de su país y reforzar su identidad tras 
              su vasallaje ante Asiria, emprendió una profunda reforma 
              religiosa con la ayuda de redactores como el profeta Isaías 
              —creador, entre otros aspectos fundamentales, de las bases del mesianismo 
              davídico (Is 11,1-2)—, arrogándose legitimidad en 
              base a las leyes y textos de la fuente bíblica denominada 
              sacerdotal, que fue redactada para la ocasión —e introducida 
              entre los textos de Génesis, Éxodo, Levítico 
              y Números— y que es la responsable de cambios doctrinales 
              y teológicos fundamentales respecto a las tradiciones yahvista 
              y elohísta anteriores.
 
 (2) Josías llegó al trono de Judá hacia el 
              año 640 a.C., a la edad de 8 años (según la 
              Biblia), y se quedó en él 31 años, 
              alcanzando un prestigio cercano al del rey David. Al igual que hizo 
              su predecesor Ezequías, emprendió una segunda reforma 
              religiosa a fin de poder tener un instrumento político con 
              el que vertebrar a su pueblo mediante una nueva ideología 
              y una nueva ley divina. Los redactores de los nuevos textos ad 
              hoc fueron profetas como Jeremías y Baruc, ambos prolíficos 
              autores de los textos deuteronómicos. La joya de la corona 
              fue el Deuteronomio, un marco legislativo que logró su fuerza 
              para ser acatado al serle atribuida su autoría al tándem 
              Yahvé/Moisés y que, para dar mayor credibilidad a 
              la falsificación, se presentó como unos rollos hallados 
              casualmente bajo los cimientos del templo de Jerusalén [Cfr. 
              Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia 
              católica. Barcelona: Ediciones B, pp. 57-63].
 
 ( 3) Todo ello, claro está, en el caso hipotético 
              de que algún dios hubiese creado algo alguna vez y de que 
              se ocupase en algún momento de orientar alguna decisión 
              o responsabilidad humana.
 
 (4) Y que ya había sido incluido como ley en el decálogo 
              que figura en Génesis, el segundo libro del Pentateuco: «No 
              mates» (Ex 20,13).
 
 (5) El manuscrito más antiguo hallado hasta hoy es un fragmento 
              de Samuel, que se data en torno al año 225 a.C. El fragmento 
              más antiguo del Nuevo Testamento, según algunos autores, 
              es una pequeñísima tira de papiro con tres versículos 
              de Juan que se data entre los años 125 y 150 d.C.; otros 
              autores, a partir de los manuscritos hallados en las cuevas de Qumram, 
              concluyen que éstos deben de ser anteriores al año 
              68 d.C., época en la que sellaron las cuevas donde se halló 
              el material. En cualquier caso, el total del Nuevo Testamento que 
              se conserva en soportes de papiro viene a ser un 67,48 % del volumen 
              total.
 
 (6) De algunas de las más notables e influyentes manipulaciones 
              de versículos bíblicos este autor ya se ocupó 
              en libros anteriores. Cfr. Rodríguez, P. (1997). 
              Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Bar-celona: 
              Ediciones B; y Rodríguez, P. (1997). Mitos y ritos de 
              la Navidad. Barcelona: Ediciones B.
 
 (7) Su primera publicación en 1972 fue autorizada por el 
              obispo de Concepción (Chile), Manuel Sánchez, pero 
              en 1976 sufrió una crítica feroz por parte de los 
              prelados más fascistas de la curia argentina que estuvieron 
              al servicio, y fueron cómplices, de la genocida dictadura 
              militar de esos días. La campaña difamatoria contra 
              la Biblia Latinoamericana se fraguó desde la revista Gente 
              —que publicó la primera andanada el 26-08-1976— y desde el 
              diario La Razón, controlado por la inteligencia 
              militar. Los prelados que sostuvieron el acoso fueron Ildefonso 
              Mª Sansierra (arzobispo de San Juan y promotor de la intervención 
              de las Fuerzas Armadas en contra de esta versión bíblica), 
              Adolfo Servando Tortolo (arzobispo de Paraná y vicario castrense), 
              Antonio Plaza (arzobispo de La Plata) y Octavio Nicolás Derisi 
              (obispo auxiliar de La Plata y rector de la Universidad Católica 
              Argentina). A pesar de que esos prelados fascistas prohibieron la 
              lectura de la Biblia Latinoamericana por ser «apócrifa, 
              sacrílega, izquierdizante, subversiva, satánica y 
              mortal», las críticas se limitaron a aspectos paratextuales, 
              como la inclusión de fotografías actuales o su bajo 
              precio y gran difusión. La Conferencia Episcopal Argentina, 
              presionada por la dictadura de Videla, analizó la obra desde 
              su Comisión Teológica y elaboró un informe 
              (30-10-1976) en el que se concluyó que la traducción 
              era sustancialmente fiel, aunque había unas pocas ilustraciones 
              que consideraron inadecuadas (como las fotografías de un 
              mitin en La Habana o de una calle de Nueva York, usadas para actualizar 
              mensajes neotestamentarios); también rechazaron, a pesar 
              de haber sido aprobado por la Santa Sede, la inclusión de 
              partes del documento de la reunión del Consejo Episcopal 
              Latinoamericano (CELAM) de Medellín, de 1968, crítico 
              con la situación de pobreza y explotación de Latinoamérica. 
              Ante ese ataque fascista injustificado, las conferencias episcopales 
              de diversos países del continente americano salieron en defensa 
              de la excelente traducción realizada por la Biblia Latinoamericana.
 
 
 
  
               
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