Pepe Rodríguez

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(Fuente: © Rodríguez, P. (2011). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: © Ediciones B., Introito, pp. 13-29)


Nota del autor a esta edición revisada y aumentada

En esta nueva versión de 2011 se ha conservado la estructura básica del libro de 1997, que tiene todo el valor de haber sido una obra pionera en el género y muy exitosa —con más de 150.000 ejemplares vendidos y varias traducciones—, pero para esta edición he revisado muy a fondo todo el contenido, añadiendo decenas de ampliaciones a fin de mejorar el trabajo en todos los sentidos.

He ampliado el texto en la mayoría de los capítulos, a fin de documentar mejor aspectos im-portantes que anteriormente pudieron quedar faltos de argumentación o que se omitieron, y he incluido 127 notas a pie de página más (531 en total), que complementan o amplían el texto principal. También he añadido capítulos y apartados nuevos, dedicados a temas no tratados en la versión anterior, que aportan datos y conocimientos de gran interés sobre el contexto históri-co y doctrinal estudiados y abren nuevos horizontes reflexivos a los lectores y lectoras.

Este libro también se ha beneficiado de la revisión y análisis de una amplia bibliografía aca-démica, aparecida durante la última década, que ha permitido incrementar y fortalecer la base y el rigor de la investigación crítica que se plasma en este trabajo.

Antonio Piñero, catedrático de Filología Neotestamentaria y uno de los mejores expertos en la figura del Jesús histórico, su doctrina y su época, finalizó un artículo sobre este libro dicien-do: «El cristianismo de hoy no debe adoptar la actitud de la avestruz temerosa, sino que ha de plantearse entre otros —en el ocaso del siglo XX y en los comienzos de otro milenio, épocas de gran difusión de ideas—, el enorme reto de responder con claridad y precisión a los argu-mentos de quienes señalan ciertas debilidades del sistema teológico que es la base de la Igle-sia cristiana» (Estudios Eclesiásticos, n. 74, 1999, p. 190).
Los lectores, hoy todavía más que ayer, encontrarán documentadas en este libro no sólo «ciertas debilidades del sistema teológico» cristiano sino decenas de esas «debilidades», que lo seguirán siendo aunque la Iglesia y los creyentes persistan en su defensiva «actitud de la avestruz temerosa».

Este libro no trata ni cuestiona la fe, sólo se ocupa —y preocupa— de aportar la máxima luz y veracidad posibles al contexto histórico, documental y doctrinal que dio origen al cristianismo, al catolicismo y a sus tradiciones, ficciones históricas, mitos y dogmas.

Dr. Pepe Rodríguez
6 de enero de 2011

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Introito: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), la mentira, creyentes

(en este texto se han omitido todas las referencias y notas a pie de página que figuran en el libro original)

Es probable que el título de este libro, Mentiras fundamentales de la Iglesia católica, pueda parecerle inadecuado o exagerado a algún lector, pero si nos remitimos a la definición de la propia Iglesia católica cuando afirma que «la mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de cono-cerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor», veremos cuan ajustado está este título a los datos de gran calado que iremos descubriendo a lo largo de este trabajo.

Las Iglesias cristianas, pero en particular la Iglesia católica en nuestro ámbito, es una insti-tución que conserva una notable influencia en nuestra sociedad —a pesar de que la mayoría de sus templos suelen estar muy vacíos y de que casi nadie, ni aun sus fieles, sigue las direc-trices oficiales en materia de moral— y sus actuaciones repercuten tanto entre los creyentes católicos, o de cualquier otra religión, como entre los ciudadanos manifiestamente ateos. Por esta razón, no sólo es lícito reflexionar sobre todo cuanto atañe a la Iglesia católica sino que, más aún, resulta obligado tener que hacerlo. Tal como expresó el gran teólogo católico Schi-llebeeckx: «se debe tener el coraje de criticar porque la Iglesia tiene siempre necesidad de pu-rificación y de reformas.»

Lo que es, dice o hace la Iglesia católica, por tanto, nos incumbe en alguna medida a todos, ya que resulta imposible sustraerse a su influjo cultural tras casi dos milenios de predominio absoluto de su espíritu y sus dogmas en el proceso de conformación de mentes, conciencias, costumbres, valores y hasta legislaciones.

Si nos detenemos a pensar, nos daremos cuenta de que no sólo tenemos una estructura mental cristiana o católica para ser creyentes sino que también la tenemos para ser ateos; pa-ra negar algún dios y su religión sólo podemos hacerlo desde la plataforma que nos lo hizo co-nocer, por eso un ateo de nuestro entorno cultural es, básicamente, un ateo cristiano o católi-co. Nuestro vocabulario cotidiano, así como nuestro refranero, supura cristianismo y catolicis-mo por todas partes. La forma de juzgar lo correcto y lo incorrecto parte inevitablemente de postulados cristianos o católicos. Los mecanismos básicos de nuestra culpabilidad existencial son un dramático fruto de la (de)formación católica (heredera, en este aspecto, de la dinámica psicológica judeocristiana).

Nuestras vidas, en nuestro entorno, tanto la del ciudadano más pío como la del más ateo de los convecinos, está dominada por el catolicismo: el nombre que llevamos es, mayoritariamen-te, el de algún santo/a católicos, el de una advocación de la Virgen, o el del mismo Jesús; nuestra vida está repleta de actos sociales que no son más que formas sacramentales católi-cas —bautismos, primeras comuniones, bodas, funerales, etc.—, a los que asistimos con nor-malidad aunque no seamos creyentes; las fiestas patronales de nuestros pueblos se celebran en honor de un santo/a católicos o de la Virgen; nuestros periodos vacacionales preferidos —Navidad, Reyes, Semana Santa, San José, San Juan, el Pilar, la Inmaculada...— son conme-moraciones católicas; un sinnúmero de hospitales, instituciones o calles llevan nombres católi-cos; gran parte del arte arquitectónico, pictórico y escultórico de nuestro patrimonio cultural es católico; un elevadísimo porcentaje de centros educacionales, escolares y asistenciales —y sus profesionales— son católicos; la influencia católica en los medios de comunicación es muy notable, creciente y encubierta —especialmente gracias a las redes conformadas por grupos de poder como el Opus Dei o Legionarios de Cristo—, al igual que sucede en la Administración de Justicia, tal como se encargan de recordar muchas sentencias, entre ellas algunas relevan-tes del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional; y, en fin, nuestros gobiernos —sin im-portar su color político— siguen financiando con nuestros impuestos a la Iglesia católica.

Lo queramos o no, estamos obligados a vivir bajo un catolicismo social, y ello no es ni bue-no ni malo, simplemente es. Está justificado, por tanto, que nos ocupemos en reflexionar sobre algo que tiene tanto peso en nuestras vidas. Pero ¿qué sabemos en realidad del cristianismo y del origen de sus doctrinas? ¿y de la Iglesia católica y de sus dogmas religiosos? Parece que mucho o todo, puesto que abrigamos la sensación de tener una gran familiaridad con el cristia-nismo y con su versión católica. Tan es así, que conocemos perfectamente, lo creamos o no, que María fue considerada Virgen desde siempre, que Jesús fue hijo único y que murió y resu-citó a los tres días, que fue conocido como consubstancial con Dios desde su mismo nacimien-to, que él fundó el cristianismo y la Iglesia católica e instituyó el sacerdocio, la misa y la euca-ristía, que estableció que el Papa fuese el sucesor directo de Pedro... estamos seguros de que todo esto es así porque siempre nos lo han contado de esta forma, pero, sin embargo, cuando leemos directa y críticamente el Nuevo Testamento vemos, sin lugar a dudas, que ninguna de estas afirmaciones es cierta.

La primera vez que leí la Biblia, en septiembre de 1974, quedé muy sorprendido por las te-rribles contradicciones que la caracterizan, pero también por descubrir que el Jesús de los Evangelios no tenía apenas nada que ver con el que proclama la Iglesia católica. Veintidós años más tarde, en 1996 —cuando escribo la primera versión de este libro—, tras varias lectu-ras críticas de la Biblia y apoyado en el bagaje intelectual que da el haber estudiado decenas de trabajos de expertos en Historia Antigua, religiones comparadas, mitología, antropología re-ligiosa, exégesis bíblica, teología, arte, etc., mi nivel de sorpresa no sólo no ha disminuido sino que se ha acrecentado en progresión geométrica y se mantiene hasta hoy, 2011, cuando revi-so en profundidad este trabajo para su publicación actualizada.

Cuantos más conocimientos he ido adquiriendo para poder analizar la Biblia desde paráme-tros objetivos, más interesante me ha parecido (como colección de documentos de un comple-jo y fundamental proceso histórico) pero, también, más patética me ha resultado la tremenda manipulación de las Escrituras y del mensaje de Jesús, realizada, con absoluta impunidad, du-rante siglos, por el cristianismo en general y la Iglesia católica en particular.

En este libro no se pretende descubrir nada nuevo, puesto que, desde finales del siglo XVIII hasta hoy, decenas de investigadores, todos ellos más cualificados que este autor, han publi-cado trabajos académicos que dinamitaron sin compasión los documentos básicos del cristia-nismo. Los especialistas en exégesis bíblica y en lenguas antiguas han demostrado fuera de toda duda, entre otros, las muchas manipulaciones y añadidos que trufan el Antiguo Testamen-to; el contexto histórico y la autoría reciente (s. VII a.C.) del Pentateuco —falsamente atribuido a Moisés (s. XIII a.C.)—; la inconsistencia de las “profecías”; la verdadera autoría de los Evan-gelios y la presencia de múltiples interpolaciones doctrinales en ellos; la cualidad de pseudoe-pigráficos de textos que se atribuyen falsamente a Pablo y otros en el Nuevo Testamento, etc. Y los historiadores han puesto en evidencia que buena parte de la historiografía católica es, simple y llanamente, mentira. De todas formas, dado que los trabajos citados no son del cono-cimiento del gran público, este texto contribuirá a divulgar parte de lo que la ciencia ya sabe desde hace años.

El breve análisis acerca del origen de los textos que originaron el cristianismo y de la Iglesia católica y algunos de sus dogmas, que se recoge en este trabajo, no fue pensado, en principio, para convertirse en un libro. En su origen no fue más que un proceso de reflexión, absoluta-mente privado, a través del cual este autor quiso profundizar en algunos aspectos doctrinales fundamentales de la Iglesia católica mediante su confrontación con las propias Escrituras en las que decían basarse.
Desde esta perspectiva, el texto no pretende ser una obra acabada ni definitiva de nada, aunque sí es el fruto del trabajo de muchos meses de investigación, de cientos de horas ante el ordenador, rodeado de montañas de libros, intentando asegurar cada palabra escrita en las bases más sólidas y creíbles que he podido encontrar.

No es tampoco un libro que pretenda convencer a nadie de nada, creo que el lector tiene el derecho y la obligación de cuestionar todo aquello que lee, por eso se facilita una abundante bibliografía y se indica, en notas a pie de página, las referencias documentales que cualquiera puede analizar por sí mismo para extraer sus propias conclusiones.

En cualquier caso, la fuente principal a la que hemos recurrido para fundamentar lo que afirmamos es la Biblia; y para evitar que se nos acuse de basarnos en versículos arreglados, hemos usado una Biblia católica, concretamente la versión de Nácar Colunga, muy recomen-dada entre los católicos españoles y, también, la que contiene más textos manipulados con la intención de favorecer la doctrina católica; pero aún así, la lectura crítica de la Biblia de Ná-car Colunga sigue siendo demoledora para la Iglesia católica y sus dogmas. De todas formas, aconsejamos sinceramente que todo lector de este trabajo, sea cristiano, católico o lo que me-jor le plazca, tenga una Biblia a mano para consultarla siempre que precise guiarse por su pro-pio criterio.

Uno no puede dejar de sorprenderse cuando se hace consciente de que los católicos, así como una buena parte de sus sacerdotes, no conocen la Biblia. A diferencia del resto de de-nominaciones cristianas, la Iglesia católica no sólo no patrocina la lectura directa de las Escritu-ras sino que la dificulta. Si miramos hacia atrás en la historia, vemos que la Iglesia se sirvió del poder político para impedir que el pueblo accediese a la Biblia, así, por ejemplo, el edicto de 1223 del rey Jaime de Aragón, que prohibía leer versiones bíblicas en lenguas romance y or-denaba quemar las traducciones, probablemente albigenses, que surgieron en la época. Esa persecución no fue óbice para emprender traducciones al castellano para uso de reyes, como las espléndidas Biblia alfonsina (patrocinada por Alfonso X en 1280) o la Biblia del Duque de Alba (auspiciada por Juan II de Castilla en 1430).

En Italia se publicó en castellano la llamada Biblia de Ferrara (1553), que tradujo el Antiguo Testamento para uso de los judíos españoles desterrados, pero la versión clave es la llamada Biblia del Oso, traducida por Casiodoro de Reina, monje sevillano pasado al protestantismo, y publicada en Basilea en 1569; esta versión es la todavía conocida como Reina-Valera. Hasta el siglo XVI, con la llegada de la reforma protestante de Lutero, desafiando a la Iglesia, sólo los poquísimos que sabían griego y latín podían acceder directamente a los textos bíblicos.

La Iglesia española sólo hace dos siglos que levantó su prohibición, impuesta bajo pena de prisión perpetua, de traducir la Biblia a cualquier lengua vulgar. La primera versión castellana autorizada le fue encargada al sacerdote escolapio Felipe Scío por el rey Carlos III y se publicó en Valencia en 1793. Fue una traducción de la ya muy deficiente versión latina de la Vulgata de san Jerónimo.
Pero hoy, como en los últimos mil quinientos años, la práctica totalidad de la masa de cre-yentes católicos aún no ha leído directamente las Escrituras. A pesar de que la Biblia está al alcance de cualquiera —incluso con muchas versiones gratuitas accesibles en Internet—, la Iglesia católica sigue formando a su grey mediante el Catecismo, lo que llama Historia Sagrada y otros textos catequizadores elaborados ad hoc. Se intenta evitar la lectura directa de la Biblia —o, en el mejor de los casos, se tergiversan sus textos añadiéndoles decenas de anotaciones “exegéticas” peculiares, como en la Nácar Colunga— por una razón muy simple: lo que la Igle-sia católica sostiene, en lo fundamental, tiene poco o nada que ver con lo que aparece escrito en cualquier Biblia.

El máximo enemigo de los dogmas católicos son las propias Escrituras, ya que éstas los re-futan a simple vista. Por eso en la Iglesia se impuso, desde antiguo, que la Tradición —esto es aquello que “siempre” han creído quienes han dirigido la institución— tenga un rango igual (que en la práctica es superior) al de las Escrituras, que se supone son la palabra de Dios. Con esta argucia, la Iglesia católica niega todo aquello que la contradice desde las Escrituras afir-mando que “no es de Tradición”. Así, por ejemplo, los Evangelios documentan claramente la existencia de hermanos carnales de Jesús, hijos también de María, pero como la Iglesia no tie-ne la tradición de creer en ellos, transformó el sentido de los textos neotestamentarios en que aparecen y sigue proclamando la virginidad perpetua de la madre y la unicidad del hijo.

De igual modo, por poner otro ejemplo, la Iglesia católica sostiene con empecinamiento el significado erróneo, y a menudo lesivo para los derechos del clero y/o los fieles, de versículos mal traducidos —errados ya desde la Vulgata de San Jerónimo (siglo IV d.C.)— aduciendo que su tradición siempre los ha interpretado de la misma manera (equivocada, obviamente, aunque muy rentable para los intereses de la Iglesia).

Para dar cuerpo a la reflexión y a la estructura demostrativa de este libro nos hemos aso-mado sobre dos plataformas complementarias: la primera se basa en los datos históricos y el análisis de textos, que permiten ver que el contenido de los documentos bíblicos suele obede-cer a necesidades político sociales y religiosas concretas de la época en que aparecieron; que fueron escritos, en tiempos casi siempre identificables e identificados, por sujetos con intereses claramente relacionados con el contenido de sus textos (tratándose a menudo de personas y épocas diferentes de las que han impuesto la fe); que fueron el resultado de múltiples reelabo-raciones, añadidos, mutilaciones y falsificaciones en el decurso de los siglos; etc., es decir, que, desde nuestro punto de vista, no hay la menor posibilidad de que Dios —cualquier dios que pueda existir— tuviese algo que ver con la redacción de las Escrituras.

La segunda plataforma, en la que damos un voluntario salto al vacío de la fe, asume la hipó-tesis creyente de que las Escrituras son «la palabra inspirada de Dios»; pero, desde este con-texto, las conclusiones son aún más graves puesto que si la Biblia es palabra divina, tal como afirman los creyentes, resulta obvio que la Iglesia católica, al falsearla y contradecirla, traiciona tanto la voluntad del Dios Padre como la del Dios Hijo —a quienes dice seguir fielmente—, al tiempo que mantiene un engaño colosal que pervierte y desvía la fe y las obras de sus fieles.

Valga decir que este libro no es ningún anti catecismo, es un mero trabajo de recopilación y análisis de datos objetivos que sugiere una serie de conclusiones —que son discutibles, como cualquier otro resultado de un proceso de raciocinio—, pero, a medida que se vaya profundi-zando en este texto, será el propio lector, ya sea posicionado en una óptica creyente, agnósti-ca o atea, quien podrá —y deberá— ir sacando sus propias consecuencias acerca de cada uno de los aspectos tratados.

En esta obra no se aspira más que a reflexionar críticamente sobre algunos elementos fun-damentales de la institución social más influyente de la historia —y tenemos para ello la misma legitimidad y derecho, al menos, que el esgrimido por la Iglesia católica, y las cristianas, para entrometerse y lanzar censuras sobre ámbitos personales y sociales que no son de su incum-bencia y que exceden en mucho su función específica de «pastores de almas»—. No es, por tanto, un libro que pretenda atacar a la Iglesia católica, al cristianismo o a la religión en gene-ral, aunque será inevitable que algunos lo interpreten así; quizá porque su ignorancia y fana-tismo doctrinal les impide darse cuenta de que, en todo caso, son las propias religiones, con su conducta pública, las que van perdiendo su credibilidad hasta llegar a cotas más o menos im-portantes de autodestrucción.

Ningún libro puede dañar a una religión, aunque sí sea habitual que las religiones dañen a los autores de libros. A este respecto son bien conocidos los casos de la fanática persecución religiosa de autores como Salman Rushdi o Taslima Nasrin por el fundamentalismo islámico chiíta, pero la Iglesia católica, actuando de forma más sutil, no se queda atrás en la persecu-ción de los escritores que publican aquello que no le place o pone al descubierto sus miserias. Son muchísimos los casos de escritores contemporáneos que han sufrido represalias por en-frentarse a la Iglesia, pero baste recordar como el papa Wojtyla amordazó a los teólogos dís-colos mediante la imposición del silencio, la expulsión de sus cátedras o la encíclica Veritatis splendor; o los sonados casos de los escritores Roger Peyrefitte y Nikos Karantzakis, perse-guidos con saña por el poderoso aparato vaticano por poner en evidencia la hipocresía de la Iglesia católica. Con el papa Ratzinger, cerebro y mano ejecutora de la represión del anterior pontífice, nada sustancial ha cambiado.

La experiencia de este autor después de publicar La vida sexual del clero (1995), un best seller que ocupó los primeros puestos de ventas en España y Portugal, confirma también que la libertad de expresión no es una virtud de la Iglesia católica. Cuando el libro aún no se había acabado de distribuir, desde la jerarquía eclesiástica se llamó a periodistas de muchos medios de comunicación, “exigiendo”, “aconsejando” o “solicitando” —según la mayor o menor fuerza que tuviesen los prelados y sus jefes de prensa en cada medio y/o en función de la mili-tancia o no del periodista abordado en el Opus Dei— que se guardara silencio sobre la apari-ción del libro, una consigna que cumplieron fielmente buena parte de los periódicos, incluso los que se dicen “progresistas”, y programas de radio y televisión de gran audiencia, así como, ob-viamente, todos los medios conservadores de talante clerical.

Afortunadamente, el boca a boca de la calle superó el silencio de los medios de comunica-ción y miles de españoles acudieron a las librerías a reservar su ejemplar, esperando pacien-temente que las sucesivas reediciones del libro salieran de la imprenta. Un dato curioso es que las librerías religiosas, que habían sido marginadas en la primera fase de distribución del libro, llamaron inmediatamente a la editorial solicitando ejemplares, no en balde los sacerdotes fue-ron grandes lectores de La vida sexual del clero. De todos modos, bastantes librerías fueron coaccionadas y forzadas a quitar el libro de sus aparadores y, en la
España profunda, algunas otras recibieron amenazas de agresión por parte de vándalos clericales.

Dado que la investigación de ese libro está sólidamente documentada y viene apadrinada por un prólogo multidisciplinar firmado por cuatro prestigiosas figuras, la ofensiva clerical tomó su clásica forma mafiosa, atacando sin dar la cara jamás, intentando —y en algún caso logran-do— perjudicar alguna actividad profesional ajena a la faceta de escritor, coaccionando a sa-cerdotes que habían colaborado en el libro, rescindiendo el contrato de profesor de un brillante teólogo católico y sacerdote por el mero hecho de haberme asesorado desde su especialidad, haciendo publicar supuestas “críticas” del libro que no eran sino meros insultos histéricos que pretendían descalificar globalmente el trabajo sin aportar ni una sola evidencia en contra, voci-ferando desde el púlpito de las iglesias que leer ese libro era pecado mortal, aduciendo que es-te autor tenía prohibida su entrada en las iglesias, censurando al autor en programas de tele-visión ya acordados o grabados, forzando a la primera emisora pública de Cataluña —que en 1997 era muy dócil al partido demócrata-cristiano— a mantener vetado al autor durante varios años, por “orden” del cardenal Carles transmitida por su jefe de prensa, J. J., actualmente pe-riodista de un gran diario siempre próximo a la Iglesia,...

Sin embargo, como muestra de un talante absolutamente contrario al de los prelados espa-ñoles, cabe mencionar, por ejemplo, el caso de Januàrio Turgau Ferreira, obispo de Lisboa y portavoz de la Conferencia Episcopal portuguesa, que no sólo accedió gustoso al debate cuando se publicó A vida sexual do clero, sino que defendió que el libro no suponía ninguna ofensa o ataque a la Iglesia, que al leerlo se tiene «la sensación de abrir los ojos», que la críti-ca debía ser siempre aceptada para cambiar lo que está mal y que hay que «repensar el celi-bato desde el fondo del libro de Pepe Rodríguez».

Este mismo criterio había sido defendido anteriormente desde revistas del clero católico como Tiempo de Hablar (62) o Fraternizar (90); la primera de ellas finalizó su larga y favorable reseña afirmando: «Se ha dicho de este libro que el agnosticismo del autor falsea la realidad. ¿No ocurrirá lo mismo que en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén cuando los fariseos le pedían a Jesús que mandara callar al pueblo? Ya conocemos la respuesta de Jesús: “Os digo que si estos callan gritarán las piedras”. Este libro es un grito de las piedras ya que los amigos de Jesús nos estamos callando» (pp. 38-39).

El largo rosario de hechos vergonzosos y coacciones a la libertad de expresión perpetrados por el poder clerical español durante esos días tuvo una de sus apariciones estelares en el ce-se fulminante, como director de la tertulia Las cosas como son (RNE), del conocido periodista radiofónico Pedro Méyer, acusado, tras mi participación en el programa, de «una falta grave de respeto a una religión, en este caso la católica», cuando no se hizo más que tratar con rigor algunas cuestiones sobre el Papa, el Opus Dei y el celibato sacerdotal. A la jerarquía católica lo que le molesta realmente es que las cosas se digan tal como son. Hoy aún abundan los obispos que añoran las hogueras de la Santa Inquisición.

Cuando, en 1997, decidí publicar este libro, muchos amigos, periodistas y políticos funda-mentalmente, me advirtieron del riesgo que corría haciéndolo. «Ándate con muchísimo cuidado —me aconsejó un querido amigo, conocido político conservador y católico practicante—, no ol-vides que la Iglesia tiene una experiencia de dos mil años en el arte de hacer maldades impu-nemente». Era consciente entonces, y lo soy ahora (2011), del elevado coste personal que de-be pagarse el resto de la vida por publicar este trabajo, pero cuando uno ha luchando siempre en favor de la libertad, no se puede ni se debe cambiar de rumbo.

Omitiré, por no hacer un relato interminable, las presiones mafiosas y censura brutal sufrida tras publicar el libro Pederastia en la Iglesia católica, una investigación que ya en 2002 docu-mentaba, explicaba y probaba el funcionamiento estructural consciente, regulado y general de la jerarquía católica —desde tiempos de Juan XXIII a Ratzinger— para encubrir miles de deli-tos sexuales del clero cometidos sobre menores, documentando los casos de más de una vein-tena de prelados importantes, delincuentes ellos mismos y encubiertos por Wojtyla y Ratzinger. El libro fue silenciado por la prensa española —no así por medios norteamericanos o latinoa-mericanos—, aunque no se impidió una formidable venta. El tiempo demostró, a raíz de lo pu-blicado en 2009 y 2010 por la prensa internacional —y replicado por la española a desgana—, que mi libro fue una radiografía perfecta del cáncer clerical que ha sido la pederastia y su en-cubrimiento por la jerarquía católica, pero el precio pagado por el autor fue muy importante.

De todos modos, salvo que el avieso peso clerical que, hasta la fecha, influye subrepticia-mente en los poderes legislativo y judicial españoles, decida variar el contenido del artículo 20 de nuestra Constitución, seguiré pensando que cada ciudadano tiene derecho «a expresar y di-fundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cual-quier otro medio de reproducción». Este derecho no existe para la jerarquía de la Iglesia católi-ca —el dogma es indiscutible y la omertà clásica de la mafia es ley—, y su influyente autorita-rismo lo ahoga siempre que le interesa en los ámbitos sociales que puede controlar.

No tengo, ni mucho menos, vocación de mártir, pero jamás he actuado con cobardía. Este libro no es más que la reflexión personal de este autor y, como tal, un ejercicio del legítimo de-recho a la opinión y a la crítica que, sin duda alguna, conlleva también, necesariamente, el de-recho ajeno a la contracrítica —cosa que yo siempre he agradecido y estimulado públicamen-te—, aunque no el derecho al insulto, a la difamación y/o a la persecución mafiosa.

A fin de cuentas, en este libro no he hecho más que seguir lo que se recomienda en los Hechos de los Apóstoles: «Y llamándolos, les intimaron no hablar absolutamente ni enseñar en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron y dijéronles: “Juzgad por vosotros mis-mos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a El; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído”. Pero ellos les despidieron con amenazas» (Act 4,18-21). En este libro nos limitamos a comprobar directamente que fue aquello que se dejó escrito en la Biblia, en qué circunstancias se dijo y cómo se ha pervertido con el paso de los siglos. Nos limitamos a decir «lo que hemos visto y oído», como cuentan que hicieron Pe-dro y Juan, aunque también como a ellos los «sacerdotes y saduceos» nos amenacen.

El propio Jesús, según Jn 8,32, dijo que «la verdad os hará libres» y las páginas siguientes son una excursión en busca de las verdades que hay más allá de los dogmas. Quizá la verdad no exista en ninguna parte, puesto que todo es relativo, pero en el propio proceso racional de buscarla alcanzamos cotas de libertad que nos alejan de la servidumbre a la que la mentira y la hipocresía intentan someternos en su esfuerzo por moldearnos como creyentes acríticos.

La verdad puede hacernos libres, pero la mentira, más allá de volvernos crédulos, puede anclarnos como creyentes.



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