Pepe Rodríguez

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¿Masones en el Vaticano?

(Fuente: © Rodríguez, P. (2006). Masonería al descubierto. Barcelona: © Temas de Hoy, capítulo 21, pp. 377-385)


Nota: en este texto no se incluyen las notas a pie de página del libro original.

English version

El secretismo que envuelve el funcionamiento del aparato de poder vaticano, tanto en lo que afecta al ámbito eclesial como al de sus manejos económicos y políticos, así como la discutible calaña de muchos de sus hombres notables, ha propiciado —y a buen seguro propiciará— la creación de todo tipo de teorías, hipótesis, leyendas y cuentos chinos sobre lo que acontece, o se supone que acontece, en la muy presunta casa de Pedro.

Una de las leyendas conspiranoicas de mayor éxito literario durante las cuatro últimas décadas pretende mostrar la infiltración de la masonería en las altas instancias del Vaticano, un proceso que llegaría hasta su cumbre con el progresista Pablo VI —acusado de masón, claro está—, para acabar descendiendo a mínimos con el ultraconservador Juan Pablo II.

La primera pregunta que debería hacerse cualquier criminólogo aficionado es ¿qué ganaría la masonería infiltrándose bajo los faldones de cardenales y de otros de su especie? Para quienes conocen la masonería y la Iglesia católica, la respuesta sería ¡nada en absoluto! En caso de que «la masonería» se dedicase a esos juegos, perdería miserablemente su tiempo, dinero y esfuerzo.

Pero para quienes se imaginan a la masonería y a la Iglesia católica como lo que ni son, ni han sido, ni serán, la respuesta apuntaría hacia el extremo contrario, hacia ansias desmedidas de poder para lograr controlar el mundo entero, cayendo en la estupidez de creer que quienes tienen capacidad real para influir en determinados sectores y acontecimientos de la sociedad no pueden hacerlo sin llevar puesto un mandil o sin pertenecer a algo muy oculto y con nombre rimbombante. ¿En qué manual para cretinos de altos grados se dice que para conspirar hay que ponerse el uniforme con bordados? Sin duda es más literario conspirar vestido de negro en una logia situada en un sótano del Vaticano, pero la gente que se dedica a ese antiguo arte prefiere hacerlo estando en bermudas junto a su propia piscina y compartiendo una buena langosta en la mesa. Puede que sean conspiradores, pero no son tontos.

¿Masones en el Vaticano? Sí, claro. Ya Malachi Martin, el jesuita que fue consejero de Pío XII —el Papa que ¡en 1950! impuso el dogma de que la Virgen fue elevada a los cielos en cuerpo y alma—, hablaba en sus libros —por ejemplo en Vatican (1986)— de la presencia masónica, pedófila e incluso satánica en los vértices de la Iglesia católica, alucinando kilómetros tras beber, entre otras, de las fuentes ya secas de su correligionario Leó Taxil, el escritor falsario que, en el siglo XIX, inventó una parte notable de la leyenda negra de la masonería, unas mentiras públicamente desveladas y reconocidas por él mismo, pero que todavía hoy se acunan y repiten desde la caverna católica.

En tiempos recientes, muchos libros han abordado este asunto de los masones infiltrados en el Vaticano y su supuesta lucha por hacerse con el poder dentro de la Iglesia. Bajo el seudónimo de Los Milenarios, monseñor Marinelli, en su libro Via col vento in Vaticano, editado en España como El Vaticano contra Dios (1999), habla de diversos miembros de la curia a los que atribuye filiación masónica. Para mayor jolgorio, también reproduce la patética, vacua y absurda confesión —¿había un micrófono en el confesionario?— de un supuesto y arrepentido miembro del grupo satanista que, según Marinelli, campa a sus anchas por el Vaticano.

Bajo otro sospechoso seudónimo, Discípulos de la Verdad, se continúa la tarea comenzada por Los Milenarios, publicando Mentiras y crímenes en el Vaticano (2000) y A la sombra del Papa enfermo (2001), libros en los que se fabula sin el menor rigor ni recato sobre la presunta guerra abierta entre el sector de poder curial liderado por el Opus Dei y el de «la masonería, liderada por el arzobispo Paul Marcinkus».

Autores muy alejados de los citados también han caído en la tentación de darle credibilidad a esas tesis. Ricardo de la Cierva lo hizo en su libro La masonería invisible (2002); Jorge Blaschke y Santiago Río, expresando muchas más dudas que De la Cierva, abordaron el asunto en La verdadera historia de los masones (2006). Y este autor no es menos culpable que ellos, ya que habiendo decidido no tratar el tema, por absurdo, a última hora ha entrado al trapo para dar su opinión sobre un desatino que muchos creen real, y que novelas como las de Dan Brown elevan a la categoría de amenaza intergaláctica.

¿Existe algún fundamento para pensar que una parte de sus eminencias llevan mandil debajo de sus sotanas? La única supuesta prueba es un listado de presuntos clérigos masones, de paternidad tan desconocida como dudosa, que a lo largo de tres décadas se ha venido reproduciendo en diferentes medios —fundamentalmente medios católicos muy conservadores—, de manera seguidista y acrítica.
Ese presunto listado de masones vaticanos fue publicado en diversos medios de prensa italianos a partir de 1976, una fecha a recordar, ya que la aparición del listado en esa época no fue nada casual. Según los datos de que disponemos, el listado apareció en el semanario Panorama el 10 de agosto de 1976, siendo reproducido ese mismo año en Publia Gazzette y en el francés Bulletin de l'Occident Chrétien; en Euroitalia fue publicado el 17 de agosto de 1978; en OP (Osservatore Politico) vio la luz el 12 de septiembre de 1978; en Oggi, el 17 de junio de 1981; y en 30 Giorni —revista del grupo ultraconservador Comunión y Liberación—, el 11 de noviembre de 1992. Ese mismo listado será reproducido por Ricardo de la Cierva (2002) y por Jorge Blaschke y Santiago Río (2006) en sus respectivos libros ya citados.


[Ver el presunto listado de masones vaticanos: parte 1 (108 Kb), parte 2 (138 Kb) y parte 3 (69 Kb)].

La nómina de clérigos masones varía muy ligeramente en función del medio que la haya publicado, pero llega hasta los ciento veinte nombres, la mayoría de ellos obispos, pero con un bien nutrido grupo de casi una quincena de cardenales. En suma, representarían un 2 por ciento de los obispos y un 7 por ciento de los cardenales, mostrando así cuán inmenso es su poder —suponemos que por ser masones— al poner en jaque mate, según los conspiranoicos, a la inmensa mayoría del poder eclesiástico católico que representan sus compañeros no masones.

No hará falta insistir demasiado en el hecho de que la cúpula católica desde 1738, con Clemente XII, creía oler a azufre y a cuerno quemado cada vez que escuchaba o imaginaba la palabra masón. Su inmensa ignorancia sobre la masonería sólo era comparable a la soberbia paranoia que les desencadenaba su mero nombre. Esa propensión al pánico masónico no había desaparecido de la curia romana, ni mucho menos, cuando Juan XIII y Pablo VI abrieron la Iglesia al mundo moderno a través del Concilio Vaticano II; y pervive hasta hoy en lo más granado de la caverna curial.

Un amigo vaticanólogo, clérigo y excelente conocedor del ultraconservadurismo curial romano, me contó anécdotas vividas por él que son harto elocuentes en relación al asunto que nos ocupa. Así, por ejemplo, el cardenal Pietro Palazzini, amigo de Escrivá de Balaguer, consideraba que los problemas del mundo eran causados por la masonería y que ésta, para mayor gravedad, era gobernada por la Reina de Inglaterra. Otro cardenal, Silvio Oddi, estaba tan preocupado por la posible influencia que la masonería tendría en el cónclave de sucesión de Juan Pablo II que llegó a proponer, con insistencia, que ese cónclave fuese público en lugar de secreto, a fin de que pudiese verse qué votaba cada cardenal para descubrir así el temido acatamiento de las consignas masónicas. ¿¡!?
También el cismático Marcel Lefebvre compartía el temor de sus colegas, aunque, más prudente, decía que él no sabía si algunos prelados eran masones, dado que se trataba de una sociedad secreta, pero que los había que actuaban como si lo fuesen. En las revistas de su entorno —Sí sí No No y Le Courrier de Rome—, la presencia masónica en la cúpula vaticana siempre se ha dado como un hecho cierto.

Para Luigi Villa, director de la revista Chiesa Viva, no había duda de que los papas Juan XXIII y Pablo VI fueron masones, pero los argumentos que daba para justificar tal opinión no aguantaban ni un estornudo de puro endebles que eran... aunque los siguen repitiendo en privado muchos prelados conservadores actuales, que hacen masones a Pablo VI, a los cardenales Casaroli, Pio Laghi, Agostino Bea o Benelli, a Lanza Montezemolo —el diseñador del nuevo escudo papal—, y a cuantos huelan a progresismo.

Por la curia romana, de la mano de prelados ultraconservadores, incluso han circulado cartas burdamente falsificadas que se atribuían al cardenal Agostino Casaroli, identificado bajo sus siglas masónicas secretas de «CASA», que son las que le adjudica el listado que venimos citando.

La clave para entender el fondo de estas acusaciones absurdas radica en el concepto que esos prelados y otros muchos (y afines doctrinales) tenían —y tienen— sobre el hecho de ser masón. Desde lo más reaccionario del estamento católico se entiende por masón lo mismo que uno de sus sacros correligionarios, Francisco Franco, suponía que eran. Esos prelados, al igual que el muy católico dictador Franco, veían a un masón emboscado detrás de cada demócrata, de cada liberal, de cada progresista... de cada discrepante con su dogmatismo. Y unos y otro vieron conspiraciones judeomasónicas amenazantes (para ellos) por todos lados.

Así pues, tras ese listado se adivina el pensamiento y los intereses del sector más reaccionario de la curia romana, tanto por el hecho de que el centenar de clérigos que se citan en él fuesen del sector más progresista de la Iglesia católica —cosa que al cardenal Giuseppe Siri, que pensaba que la infiltración masónica era real, le llevaba a afirmar que la lista era falsa, dado que, según él, también había masones en la derecha y no sólo entre los progresistas—, como por la fecha en la que el listado fue publicado por primera vez, en agosto de 1976.

El Concilio Vaticano II abrió las puertas a planteamientos eclesiales progresistas que llevaron hasta el pánico y la histeria al sector más tradicionalista y conservador de la jerarquía católica, que detestaba por ello a Pablo VI —y que lograría anular buena parte de esos avances durante el pontificado de Wojtyla—; en esa apertura, tal como ya vimos en un apartado anterior, se incluyó una nueva mirada hacia la masonería, que la mostraba como compatible con la creencia católica, y en tal sentido se pronunciaron, entre 1974 y 1976, muchos episcopados y decenas de instituciones religiosas, que se sentían apoyados por el cardenal Seper, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que, en julio de 1974, había declarado compatible la doble afiliación para el creyente, aunque mantuvo «la prohibición para clérigos, religiosos y miembros de Institutos seculares, de entrar en cualquiera asociación masónica».

Con ese trasfondo in mente, confeccionar un listado de clérigos masones a medida de los intereses más reaccionarios cubría muchos flancos al mismo tiempo: revestía de graves sospechas a buena parte de las figuras más destacadas del sector eclesiástico progresista, al tiempo que les involucraba en la prohibición expresa de Seper de 1974; desprestigiaba y debilitaba a Pablo VI; situaba de nuevo a la masonería en el bando de los conspiradores enemigos de la Iglesia; y tocaba a rebato para que las fuerzas tradicionalistas se rearmasen con su dogmatismo más rancio.

Los autores del listado original, a fin de hacerlo creíble, se preocuparon de proporcionar el nombre, fecha de inscripción en la masonería, número de matrícula, siglas secretas identificativas y cargo de cada clérigo mencionado, así, por ejemplo: «Casaroli Agostino: 28/9/1957 - Ma-tricola 41/076 - CASA (Ministro Affari Esteri)».

El masón más antiguo del listado es de julio de 1955 —Morgante Marcello: 22/7/1955 - Matricola 78/0361 - MORMA (Vescovo di Ascoli Piceno)— y el último en incorporarse es de diciembre de 1970 —Nigro Carmelo: 21/12/1970 - Matricola 23/154 - CARNI (Rettore del Seminario Pontificio per gli Studi Giuridici)—, abarcando el listado el último tramo de vida de un Pío XII ya muy enfermo, y la etapa de apertura y modernización eclesial del pontificado de Juan XXIII y del de Pablo VI (hasta 1970).

La elección de ese periodo de tiempo, entre 1955 y 1970, para situar el avance de la masonería en la cúpula vaticana no parece tampoco casual. No lo es teniendo en cuenta los periodos de pontificado implicados; pero resulta sospechoso que el listado acabe justo a finales de 1970, año en el que asumió el poder en el Gran Oriente de Italia (GOI) el Gran Maestro Lino Salvini, un prepotente con escasas luces que permitió que el delincuente Licio Gelli comenzara a conformar su red mafiosa bajo la cobertura masónica de la logia Propaganda 2, una organización que, efectivamente, a partir de 1971, pero no antes, irá arraigando con fuerza entre los más corruptos hombres de la democracia cristiana italiana y, de su mano, acabará entrando en el Vaticano, aunque no buscando iniciar masones entre los cardenales, sino, por el contrario, haciendo contactos y socios para emprender grandes y corrompidos negocios con algunos cardenales... que no eran precisamente progresistas.

Si esa red de masonería eclesiástica, que alguien con bien poca imaginación bautizó como logia Ecclesia, hubiese pertenecido a la organización mafiosa de Licio Gelli —tal como repiten hasta la saciedad periodistas y escritores católicos y conspiranoicos diversos—, sus afiliados hubiesen entrado en ella a partir de 1971, pero no antes, y resulta que el listado de clérigos masones fecha a su último iniciado a finales de 1970. Por otra parte, sólo un analfabeto en materia masónica, o un manipulador, puede afirmar que la presunta logia Ecclesia estaba «en contacto directo con el Gran Maestre de la Gran Logia Unida de Inglaterra, el duque Michael de Kent». Si la Ecclesia hubiese sido parte de la Propaganda 2 de Gelli, no habría tenido, ni podido tener, ninguna relación con la británica GLUI, y si hubiese pertenecido a la GLUI, no habría podido tener la estructura ni la localización que se le adjudica. La patraña es más que evidente.

Curiosamente, cuando, en mayo de 1981, se incautaron y publicaron los listados de miembros de la Propaganda 2 de Licio Gelli, entre los 962 nombres había políticos, militares, periodistas, editores, abogados... de todo, menos eclesiásticos. Un hecho milagroso si recordamos que muchos de los miembros de la corrupta organización de Gelli eran católicos de misa diaria, con profundas relaciones personales y económicas con miembros de la curia vaticana; y que fue precisamente esa vía de hermandad entre masones de la mafia de Gelli con mafiosos del clero como el cardenal Marcinkus la que, entre otros muchos desastres, llevó a la bancarrota del IOR (Instituto para las Obras de Religión), la llamada banca vaticana, e, indirectamente, facilitó el ascenso del Opus Dei hasta el aparato de control de la Iglesia católica.

El tempo de las apariciones de ese listado en la prensa italiana también merece un poco de atención. Así, cuando, en agosto de 1976, el listado de «masones vaticanos» fue publicado por primera vez, en el seno del Gran Oriente de Italia estaba siendo juzgado Licio Gelli por sus muchas irregularidades cometidas, un hecho que pasó desapercibido ante masones y profanos. El ruido que había desencadenado la publicación de ese listado falaz le era muy útil a muchos, también a Gelli, que momentáneamente salvaría su piel masónica dentro del GOI.

Las siguientes reapariciones del listado en la prensa italiana tampoco carecían de contexto manipulador. En la revista Oggi (17 de junio de 1981) se publicó cuando, tras renovar la condena contra la masonería, en febrero de ese año, por orden del nuevo Papa Wojtyla, se vio que no era tomada en serio ni adoptada por la mayoría de los obispos; pero en esos días, en mayo, también había surgido otro problema para la Iglesia cuando, en medio de la investigación de la bancarrota fraudulenta protagonizada por Michele Sindona, apareció la nómina de miembros de la «masonería» de Gelli, rebosante, como ya se dijo, de fervientes católicos.

Una década después, en el semanario 30 Giorni (11 de noviembre de 1992), la publicación de la lista en el órgano de la ultraconservadora Comunión y Liberación —que tendrá entre sus directores a Giulio Andreotti, uno de los tipejos más tenebrosos y retorcidos de la política mundial— vino a reforzar el recrudecimiento de la campaña antimasónica que Ratzinger había lanzado, a principios de ese año, desde Avvenire, el órgano de prensa de los obispos italianos.

Lo dicho hasta aquí, que podríamos ampliar con otras muchas observaciones complementarias, nos lleva a pensar que ese listado de «massoni vaticani» fue una falsedad urdida por el sector más reaccionario de la curia romana; una canallada de la que seguramente no fue ajeno el propio Licio Gelli y su círculo privado y depravado de democristianos.

Sin embargo, resultaría aventurado, por nuestra parte, negar la posibilidad de que algún eclesiástico, prelado o no, hubiese sido masón en esos días. No parece demasiado factible su iniciación como tales, pero muchos clérigos, también prelados, mantuvieron en esa época excelentes relaciones con masones y compartieron muchas de las ideas y enfoques que ambas instituciones tienen en común... del mismo modo que esos mismos eclesiásticos se relacionaron e intercambiaron pensamientos con personajes de ámbitos bien diversos. ¿Dónde está el peligro? ¿Quizá en disminuir el nivel de dogmatismo que impone la Santa Madre Iglesia a los suyos?

Entre la curia vaticana y su corte celestial lo que sí había, y hay actualmente, es otro tipo de fraternidad, más al estilo de la Propaganda 2 de Licio Gelli, pero en nada masónica, es la que conforman los llamados carrieristas, que se ayudan mutuamente a trepar y a medrar sigilosamente por entre el bosque inmisericorde de sotanas que pastorean sus intereses propios en prados ajenos.


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